HACE seis años compré en Bilbao unos zapatos perfectos. Desde el primer día se convirtieron en mi único calzado de verano. Me daba igual la ropa que me pusiera, los zapatos eran los mismos. El año pasado, dado el deterioro de mi entrañable calzado, pensé que en internet podía encontrar unos iguales. Los encontré exactos. Pagué un precio alto y esperé. Después de tres semanas me llegaron unos zapatos, pero no los zapatos que había pedido sino unos espantosos rosas de plástico. No valdrían más de cinco euros. Reclamé y me contestaron. Si quería mis zapatos reales, tenía que volver a pagar un suplemento de setenta euros. Resumiendo, me habían timado. Seguro que usted ha vivido alguna situación semejante. Se me quedó cara de panoli y acepté humildemente el engaño.

Mis zapatos están rozados por todas las esquinas, pero siguen siendo mis favoritos. Con ellos no me tropiezo ni me duelen los pies. En este momento su estado es lamentable. Y vuelvo a pensar en internet. Había comprado otros objetos y, de nuevo, no me iban a timar. Busqué mis zapatos, casi de Cenicienta por difíciles de conseguir. Elijo un color rojo. Esta vez no me he equivocado. Es la tienda oficial de la marca. Hago el pedido, llevada por la intuición, porque estaba en inglés.

Pasan dos semanas y recibo un Burofax Premiun Online en el que me comunican que mis zapatitos están en la aduana porque costaban más de 150 euros. Eran carísimos, 170 euros, pero los quería más que un niño un bombón. Con mi papel burofax voy a Correos para recogerlos y pagar lo establecido en aduanas. En Correos me informan: Correos no es la aduana. Tengo que registrarme en una página y seguir las instrucciones para adjuntar los documentos que me piden, fotocopia de DNI y factura de cómo había pagado el contenido del paquete. Cumplo con las condiciones de Correos. Vuelvo por segunda vez. No consigo hacer la gestión, repito y me dicen lo mismo, tenía que registrarme en una página de Correos y seguir sus instrucciones. Lo hago y la máquina me asegura que me he registrado correctamente. Pero seguía sin poder incluir la documentación que me habían pedido. Imposible. Vuelvo a Correos por tercera vez. Me remiten a la misma página y me aconsejan que pida ayuda a cualquier familiar o conocido más joven. Lo hago. Las dos, mi amiga, buena conocedora de la tecnología, y yo. Volvemos a vivir la desesperante situación que nos hacía regresar a la misma página. Visita a Correos, esta vez acompañada, por cuarta vez. Sin solución. El empleado nos explica que, quizás, podía hacerlo la directora de la sucursal, pero lo dudaba. Estaba ocupada en otros menesteres. Vuelta a casa. Consigo el teléfono de la aduana de Madrid. Me explican que para recuperar mis zapatos tengo que meterme en la dichosa página.

En el burofax ponía que tenía cinco días para efectuar el papeleo. Desesperada, veo que el plazo ha concluido.

La situación actual es que lo devuelvan al lugar de origen (opcional de la aduana) o lo destruyen.

Este es mi desesperado hoy. Por quinta vez, vuelvo a Correos. Con la humildad que puedo, digo que soy mayor pero no tonta. Incluso, cometo la insensatez de informarles de mi condición de periodista. Como en el spot de TV donde una mujer, Premio Nobel, pide ayuda por no entender qué debe hacer con su teléfono. En el anuncio, al fin, la joven consigue que alguien en persona (no una máquina) le explique los pasos a seguir para entender el galimatías de ir de mano en mano (de voz en voz grabada) a la que no podía contestar ni preguntar nada.

Esta noche he visto en sueños mis zapatitos rojos en una pira de fuego, como las de la Inquisición. He querido despertarme, pero este deseo no me ha sido concedido. He tenido que asistir hasta el final y ver cómo los zapatos quedaban calcinados.

Tristemente, en la aduana me han asegurado -todo electrónico- que mi paquete ha llegado y esperan que aporte la documentación correspondiente.

Mi desesperación no llega a tanto como para ir a Madrid en autobús, buscar la dirección de la aduana, y, en persona, realizar el trámite que me exigen.

Mis zapatitos de Cenicienta volverán, si el destino es benévolo, a su lugar de origen, Gran Bretaña, o se quemarán en una fogata parecida a la de San Juan.

He llegado hasta aquí y mi única posibilidad es contarle a usted, que me lee, mi aventura y rogarle, encarecidamente, que no compre nada que venga de otro país . En fin, haga usted lo que quiera, pero no volveré a pedir ni un libro, aunque venga de Alcorcón, por si en lugar de una novela me envían un folleto de propaganda.

* Periodista y escritora