OMO en el requeteversioneado microcuento de Monterroso, cuando nos levantamos, el covid seguía ahí. De hecho, lleva sin moverse del sitio dos años y cuatro meses. Otra cosa es que en los últimos tiempos, sobre todo desde que nos liberaron de las mascarillas en la mayoría de los interiores, hayamos desarrollado la capacidad no ya de no verlo, sino de ni siquiera pensar en él. Por alguna razón que quizá lleguen a explicar la psicología, la neurología, la sociología o la antropología, llevamos un carro de semanas viviendo prácticamente como antes de febrero de 2020. Y obramos así, fíjense lo que les digo, incluso los que al humo de las velas, acabamos dando positivo después de haber esquivado el bicho en lo más crudo del crudo invierno pandémico.

La cosa era que, mientras dábamos por pasada la página y estábamos a otra cosa -los hachazos al bolsillo en estos tiempos de inflación galopante, por ejemplo-, los números se parecían bastante a los de la época en que no nos llegaba la camisa al cuello. La semana pasada, sin ir más lejos, impactó frente a mis ojos el mapa de colores de la CAV. Una amplia mayoría de municipios de los tres territorios aparecía tan en rojo como en los días en que esa variedad cromática suponía cierres de bares, comercios y espectáculos, amén de la prohibición de abandonar nuestra demarcación. Gracias a las vacunas -un saludo a los zumbados conspiranoicos-, ya no estamos en esas. Pero el dato oficial más reciente, que es el que ha inspirado esta columna, da mucho qué pensar: hay 400 pacientes ingresados en planta y en la última semana han fallecido 30 personas. Ahí lo dejo.