Los acontecimientos del siglo XXI, caída de las Torres Gemelas y auge del terrorismo islamista, la crisis de 2008, la pandemia en 2019 y ahora la invasión de Rusia a Ucrania, por citar los mayores eventos, van erosionando el orden mundial unipolar establecido a partir de 1989, tras el derrumbe de la URSS, a favor de los Estados Unidos. Un orden mundial caracterizado por el gran triunfo de Occidente a escala global, con la democracia liberal y la economía de mercado como elementos más característicos. Al finalizar el siglo XX, parecía que las grandes batallas ideológicas entre el fascismo, el comunismo y el liberalismo daban como resultado la victoria abrumadora del liberalismo. La política democrática, los derechos humanos y el capitalismo de libre mercado parecían destinados a conquistar el mundo. Algunos hablaban incluso del “fin de la historia”. Pero, como es habitual, la historia dio un giro inesperado y ahora el liberalismo se encuentra en dificultades. Está perdiendo credibilidad justo cuando las revoluciones paralelas en la tecnología de la información, la biotecnología y el cambio climático nos confrontan a los retos más grandes que el género humano, en su totalidad, haya enfrentado nunca.

Junto a los anteriores eventos, cuatro corrientes de fondo atraviesan las dos primeras décadas del siglo XXI: 1) El declive relativo de Estados Unidos. 2) El auge extraordinario de China. 3) El regreso de los Imperios (Rusia, Turquía, Irán, India...) y de los nacionalismos. 4) La cuarta revolución industrial, con todo lo que supone de grandes avances científicos y tecnológicos, particularmente en los campos mencionados de la infotecnología y la biotecnología (y la fusión de ambos).

El declive de Estados Unidos es solo relativo, lo es particularmente con relación al crecimiento descomunal de China y al de otras potencias emergentes. Pero Estados Unidos sigue siendo todavía muy superior a la China en numerosos ámbitos, incluido el militar.

La emergencia de China, o mejor, la reemergencia, ya que aspira a ser lo que fue en una historia de casi cinco mil años de civilización, es decir, el país más poderoso y el centro del mundo, exceptuando los “dos siglos de humillación” que fueron el XIX y el XX. Hoy se encuentra en su tercer periodo desde el comienzo de su rehabilitación. El primero tuvo como líder a Mao Tse Tung que tanta influencia tuvo en los años 60 y 70 del siglo pasado, también en la izquierda abertzale; el segundo al gran reformista moderado, Deng Xiao Ping y, en la actualidad, Xi Jinping, líder incontestable en China, que pretende dejar preparado el país para el año 2049, centenario de la creación de la República popular China, para que llegue a alcanzar el liderazgo mundial.

Putin es un nostálgico del imperio soviético. Él ha declarado que “lo peor que pasó en el siglo XX fue el derrumbe de la URSS” y considera la UE perteneciente a su “zona de influencia”. También es paradigmático el caso de la Turquía de Erdogan, cada vez más islamizada, con la nostalgia del Imperio Otomano y el cultivo sistemático de su extensa zona de influencia dentro de la gran masa territorial euroasiática y en África. No olvidemos las ambiciones imperiales de Irán de los ayatolás del Golfo Pérsico hasta el Mediterráneo, así como a India, enorme Imperio que ocupa todo un subcontinente. Otros “imperios” comentados por los analistas son, por ejemplo, Brasil, Indonesia o Nigeria.

Este regreso de los Imperios está directamente relacionado con el regreso de los nacionalismos, sostienen no pocos. En realidad, tal concepción de nacionalismo responde a una pérdida de identidad por el auge, todavía imparable de la globalización. Y hay no poco de nominalismo en este rechazo al nacionalismo, cuando muchos que lo rechazan se dicen patriotas. Ser patriota sería algo positivo, no así decirse nacionalista.

Después de las primeras tres revoluciones industriales (basadas, respectivamente, en el vapor, la electricidad y la electrónica), la cuarta revolución es calificada habitualmente como digital o 4.0. Supone la llegada de robots integrados en sistemas cibernéticos, responsables de una transformación radical. La automatización va a cargo de sistemas ciberfísics, hechos posibles por el internet de las cosas y el cloud computing o la nube. Estamos ante una convergencia de tecnologías digitales, físicas y biológicas que cambiarán el mundo tal como lo conocemos. Una revolución científica y tecnológica que modificará fundamentalmente nuestra forma de vivir, de trabajar y de relacionarnos. En su escala, alcance y complejidad, será diferente de cualquier cosa que el género humano haya experimentado anteriormente.

Lo estamos viviendo. A partir de aquí (cuando parece que estamos saliendo de la pandemia por la covid y nos enfrentamos a la de los monos), todo son elucubraciones de los analistas. Se podría estar abriendo un segundo periodo del actual siglo XXI, caracterizado por el “desorden” (así lo prevé la Conferencia de Seguridad de Múnich, de febrero de 2022), al que seguiría el establecimiento progresivo de un nuevo orden mundial de carácter multipolar, a partir de la cuarta década. Sería un orden mundial caracterizado por la existencia de varias potencias regionales interrelacionadas a través de redes y nodos, pero con dos potencias destacadas del resto -los Estados Unidos y China- que formarían una especie de G-2, que podría llegar a ser un G-3, si la UE se convirtiera en un verdadero actor global. Para ello, la UE debería completar su proceso de integración regional, llegar a la unión política y disfrutar de unas verdaderas políticas exteriores y de defensa comunes. No es nada fácil. En cualquiera de los casos (G-2, G-3 o un formato más amplio) las relaciones entre las grandes potencias se caracterizarían por su inevitable competición, busca voluntariosa o forzada de cooperación, para evitar confrontaciones límite y de ámbito mundial.

La competición en términos económicos y en otros campos ya lo estamos viendo: funciona sola. La cooperación deberá buscarse con ahínco y voluntad como garantía de futuro. Las grandes potencias deberán tratar de afrontar conjuntamente los grandes problemas globales, como son el reto nuclear, la amenaza del colapso ecológico o el cambio climático. A plazo, la solución de todos los problemas globales debería buscarse a escala global, a través de una gobernanza global, sostienen algunos, en el seno de un verdadero gobierno mundial (una ONU reformada) que garantizara la supervivencia de la tierra y se abriera ordenadamente al descubrimiento del universo. La confrontación límite debería evitarse, pues en el peor de los casos podría llegar a un conflicto bélico que, dada la capacidad armamentista actual, supondría una catástrofe de dimensiones planetarias.

Y, ¿Euskal Herria en este contexto? ¿Qué puede hacer un pueblo pequeño, de poco más de 2 millones y 300 mil habitantes, implantado en dos estados, y con cerca de 10 millones más, que han emigrado y se han asentado a lo largo y ancho del planeta, frente a los 7.400 millones de habitantes del universo? Será el objetivo del próximo artículo.

* Catedrático Emérito de Sociología. Universidad de Deusto