FIRMAR que la victoria sobre el Atlético de Madrid resultó balsámica sería una forma bastante aquilatada de ilustrar la sensación de alivio palpada entre los seguidores al ver de nuevo al equipo actuando como un solo hombre, aparcando las dudas y la desorientación de las jornadas previas, yendo a por el partido con arrojo y fe. Tampoco sería exagerado decir que tuvo un gran valor terapéutico a la vista de los condicionantes que reunía la cita: el Athletic, comparecía ante un conjunto puntero que no venía de turismo y se daba una de esas circunstancias que suelen ser fatales cuando en teoría suponen un aliciente extra, como era que pocas horas antes el rival más directo, el Villarreal, había perdido su compromiso. A la hora de la verdad, nada de lo enumerado supuso un impedimento insalvable gracias a que los actores se aplicaron a fondo y ese trabajo en clave destajista obtuvo la plasmación conveniente en el marcador.

Esto de que el resultado se corresponda con los méritos solo pasa a veces. No por nada, sino porque el fútbol es así. Aunque si un equipo es capaz de hacer las cosas que puede o sabe hacer con asiduidad, lo normal es que vaya encadenando desenlaces favorables en una proporción acorde al potencial que atesora. Por ejemplo, el Athletic ganó el sábado a un enemigo de cuidado, al que se impuso con bastante holgura en la mayoría de los conceptos del juego y el hecho de rendir a la altura de sus posibilidades le otorgó encima el favor de la suerte. Aquellos detalles que pueden decantar un duelo cayeron de su lado, mientras que el Atlético sufrió el desdén de la fortuna, como si se tratase de una penitencia que debía purgar por deshonrar el nivel de su plantilla y de sus aspiraciones.

Subrayada la justicia del 2-0 (hubiese dado igual que finalizase con otros guarismos siempre que reflejasen el éxito del Athletic) y para comprobar que las valoraciones dependen básicamente del signo del resultado, apuntar los siguientes datos: el Athletic marcó dos y en todo el partido solo dirigió tres balones entre los tres palos, el del penalti lanzado por Iñaki Williams y un chut de Muniain facilito para Oblak, además del remate violento en la misma acción de Nico Williams que el portero repelió apurado. Iñaki Williams también envió un centro cerrado que dio en un poste. Del 1-0, qué contar: una acción de mérito en origen, mal culminada acaba en la red por el infeliz desvío de un defensa.

Tiene tela, pero este escueto bagaje ofensivo no es muy superior al del Atlético, pese a que diese la impresión de que el Athletic mandó y no paró de percutir el área rival. Sin embargo, en los dominios de Simón se contabilizaron dos chuts, de Griezmann y Correa, que golpearon en la madera, otro de Carrasco en posición inmejorable dentro del área que in extremis desvió Vesga a córner, uno más de Kondogbia que no halló puerta y un cabezazo picado flojo de Griezmann que embolsó Simón.

Del repaso de las aproximaciones se deduce que el tenaz ejercicio coral desplegado por el Athletic fue más aparente que efectivo en ataque, que su consecuencia más importante fue que desarboló al enemigo, que lo tuvo acogotado, le vulgarizó imprimiendo más y más revoluciones a una iniciativa de la que se valió para generar esa psicosis de que se comió al Atlético de Madrid por las patas. En realidad, le abocó a una derrota sin paliativos, pero la producción en el último tercio del campo no estuvo ni por asomo a la altura del resto de las facetas del juego. Ello explica que Oblak apenas estuviese un poco más ocupado que Simón.

Ahora bien, tras escuchar la lectura de Marcelino reconozco humildemente que algo se me pasó y acaso pida hora al oftalmólogo. El técnico insistió en calificar de "extraordinario" el partido y colocado ahí el listón, tomó impulso para reivindicar su gestión al completo, salvo cuatro partidos (no metió el de Cádiz porque "no hicimos un mal segundo tiempo"). Vaya, la publicidad interfiriendo la celebración. Es lo que hay.