El merodeo que nos rodea
OLO existe un delito, solo uno. Y es el robo. Cualquier otro delito es una variante del robo. Cuando matas a un hombre, le robas la vida, robas marido a una esposa y el padre a unos hijos. Cuando mientes, le robas al otro el derecho a la verdad. Cuando engañas, robas el derecho a la equidad y así sucesivamente. Es por tanto el robo la mayor de las ofensas, en fase creciente a medida que la víctima es más vulnerable. Es curioso cómo la identidad de los protagonistas de este pasaje, ladrón o víctima, marca la gravedad del delito. Aquel que roba a un ladrón, ya saben, tiene cien años de perdón. Y en la tradición picaresca, aquel que defrauda a Hacienda saliendo de rositas del trance es un espabilao, alguien a quien se envidia -¡sí, se envidia!- por su habilidad. Para la calle no es lo mismo preparar un atraco al banco central con un plan bien elaborado que sisarle la paga del bolsillo a un obrero; no es igual llevarse una crema de un supermercado o un libro de una librería que la recaudación del día de un comercio; no tiene la misma condena social quien roba para comer que quien lo hacer para engordar, para agrandar su cuenta corriente.
A nada que uno sea consecuente con sus reacciones a cada uno de estos robos me dará la razón. Por eso duele tanto la noticia: porque pensar que las personas mayores, que a duras penas sobreviven con pensiones de subsistencia, son las víctimas predilectas de cierto tipo de ladrones de la peor calaña hacen que a uno le hierva la sangre. Máxime cuando aprovechan su predisposición de dejar que el prójimo se acerque a ellos (puede ser por falta de cariño, ganas de entablar conversación, una bonhomía natural o un punto de descuido y despiste propio de la edad...) para levantarles el dinero.
Es un asunto viejo: en el hampa y el lumpen siempre se ha buscado lo mismo que en la naturaleza, el engranaje más débil. ¿Acaso no persigue el leopardo, con toda su velocidad, al ñú herido, a la cría o al animal mayor y más fatigado? Lo hemos visto una y mil veces en los documentales de La 2, el contacto más directo con la naturaleza que nos queda. La diferencia radica es que el leopardo tiene hambre y el hijo puta que se aprovecha de nuestos mayores persigue la ley del mínimo esfuerzo.