Educados hasta hace poco en el dolor casi como castigo divino, algo sagrado, inevitable y por supuesto sublimador del espíritu, que la ciencia lo haya inscrito en el catálogo de enfermedades es una forma de reubicar en lugar correcto el dolor humano; no sabría decir si también el divino y el teológico bíblico.

Del parirás con dolor y valle de lágrimas a enfermedad tratable, no deduzcamos que la ciencia esté anulando la religión, pero sí poniéndola en su justo lugar. Porque, por fin, entendemos que padecer artritis y su dolor, no es una enfermedad sino dos y que ambas pueden tratarse. Y si en el último premio Nobel de Medicina se reconocen las investigaciones sobre los receptores celulares del dolor y la posibilidad de elaborar a partir de ellos fármacos y estrategias terapéuticas nuevas para evitar el sufrimiento crónico, ganamos la esperanza de que las lágrimas en este duro valle de la vida sean menos.

Procesionar al santo y elevar plegarias contra las pandemias seguramente aliviarán el espíritu, pero sabiendo que la malaria ha matado en la historia a más personas que la peste y el tifus juntos, que se haya aprobado hace unas pocas semanas una vacuna eficaz contra ella, es un modo de reubicar la interpretación bíblica del sufrimiento.

Doscientos veinte millones afectados por covid-19 con sus secuelas de dolor y casi 5 millones muertos, que podrían ser muchísimos millones más de no haber contado con una vacuna, muestran la necesidad de la ciencia y de apoyarla, sí, con presupuestos mucho más generosos que los actuales.

Aunque me temo que ninguno de estos datos objetivos de bienestar humano conseguido por vía científica, podrán evitar que proliferen negacionistas y terraplanistas de la ciencia. Que se vacunen otros para que yo pueda vivir tranquilo, parecen espetarnos.

Puede que siempre sigan existiendo estos grupos, porque, aunque la ciencia vaya reubicando a la Biblia en la interpretación de muchos aspectos de nuestras vidas, permanecen otros, como lo concerniente al antes y al después de la vida, en los que aún marcha muy por detrás y quizá la razón viaje siempre a rebufo de la creencia. Y a veces de la realidad, porque la ciencia aún respira en ciertos sesgos el mismo aire bíblico de discriminación contra la mujer. El tufillo de costilla de Adán cuidadora del hogar y el de linaje paterno, aunque el único certificado sea el materno.

Lo digo porque según un estudio de la revista Quantitative Sciencie Studies, los premios de investigación también discriminan a las mujeres. Es cierto que en los últimos cinco años las investigadoras han subido del 28% al 33%, pero siguen teniendo menos posibilidades de ascender en sus carreras y menos aún de ser premiadas con galardones de renombre. Como muestra, los Nobel de Medicina, Física y Química concedidos la semana pasada; son siete y los siete son hombres. Enhorabuena, pero la desigualdad en ciencia aún es bíblica.

Así que la ciencia reubica a la Biblia, pero en algunos aspectos aún la imita.

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