aquí estamos, diez años después, necesitando de la renovación de un plan para que nuestra convivencia no se resienta de las heridas que nos dejaron cinco décadas de violencia. Para que entendamos que los derechos humanos son eso, derechos humanos, y que hoy, dos lustros después de que ETA dijese agur, todavía hay quien se ve ofendido cuando se llama asesino a quien está en la cárcel por matar o no ve agravio en un ongi etorri público.

Pero, como diez años dan para mucho, aunque haya quien crea que se ha hecho poco, ya me sé de carril que la respuesta de una parte va a ser que deben ser reconocidas todas las violencias para esa construcción de la memoria. Y es verdad. De ahí que, por ejemplo, hoy contemos con un listado de personas que fueron víctimas de la violencia policial -y hayan empezado a ser reconocidas y reparadas-; o de torturas y malos tratos entre 1960 y 2014.

Pasos se han dado y se seguirán dando. Cierto que queda camino por avanzar en todos los sentidos, pero, permítanme que eche en falta la misma intensidad discursiva y vehemencia en la izquierda abertzale en su defensa del derecho a poder recibir en un espacio público a quienes acaban de salir de la cárcel que reconocer que lo que ETA hizo estuvo mal.

Dentro de un mes escaso se cumplirán diez años del comunicado con el que la organización terrorista anunció el final de su lamentable carrera llena de terror, sangre y víctimas. Es deber de toda la sociedad evitar que parte de nuestra Historia más negra caiga en el olvido. Pero también es deber de todos nosotros y nosotras aplicarnos en tratar de contribuir para que ese relato incluya a todas las partes. Sin excepciones.

Y fijarnos en aquellas víctimas que han logrado, podido, sabido o querido dejarnos un legado constructivo que aportar en forma de valores a las generaciones venideras. Si alguien no sabe de qué hablo, la película Maixabel es una oportunidad para entenderlo. Si se quiere, claro.