A semana pasada nos preguntábamos entre varios amigos si Julen había muerto. No sabíamos de él desde hace tiempo. Hoy nos enteramos de que ha fallecido. Creía que tenía más años, porque cuando le conocí le veía como alguien mucho mayor que uno, y ahora, en cambio, casi me parece coetáneo. Tras un largo silencio, serán otros los que le hagan obituarios a medida de sus ideas y prejuicios. Ya escribí en este diario hace años un perfil suyo que Antoni Batista recogió en su libro Madariaga, de las armas a la palabra. No me apetece repetirme, así que ahora, con la emoción que siempre produce la desaparición de alguien con quien se compartió vida e ilusiones, me limitaré a transcribir algunos flashes de nuestra convivencia, que son los que han pervivido en mi memoria después de muchas décadas.

Debió ser a comienzos del 64. Estaba citado con el buruzagi de la organización en el Alto de Miracruz, en Alza. Llegó en su Peugeot 403 junto a otro militante. Apenas bajados del auto, alguien le llamó por su nombre y él contestó en francés haciéndose el desentendido. No debió de ser policía, porque entramos en el coche y nos fuimos. "¿Qué ha dicho ese?", me preguntó. "Lo siento, pero lo he oído", le contesté. Hacíamos esfuerzos por no conocer las identidades verdaderas de la militancia por razones de seguridad. Se trataba de Julen y venía acompañado de Sabin Uribe, otro histórico de la ETA del comienzo del que se ha hablado mucho menos de lo que se merece. Estábamos en ese lugar porque íbamos a hacer unas pruebas en el cercano polígono de tiro, aprovechando el contacto con un socio amigo. Julen Kerman de Madariaga y Agirre era el único de los fundadores de ETA que pasaba al interior, lo que le confería una autoridad indiscutida al margen del acierto o desacierto de sus análisis políticos.

En el mismo Peugeot que conducía con maestría, fuimos en otra ocasión a Aran-tzazu a visitar al padre Goitia, al que una homilía de denuncia y sus repercusiones había hecho conocido y admirado en el mundo abertzale. Tras presentamos como militantes de ETA, Goitia nos pidió permiso para llamar a un joven fraile muy interesado por lo que representábamos y que alguna vez pensé podía tratarse de Joxe Azurmendi. La reunión fue cordial y de interés. Mientras bajamos del santuario, contra toda norma de seguridad, hicimos unas cuantas pintadas en el vía crucis. Julen, que parecía frío y severo, tenía también estas cosas.

También en otra ocasión tuve muestra de ello. Regresó a Iparralde, porque nacía Igoa y por necesidades de la organización. Pasé yo a Iparralde para seguir manteniendo la ficción de que estaba en París y bajaba para recibir visitas familiares. Tuve así ocasión de asistir al segundo Aberri Eguna de Itsasou, en el que vi para mi sorpresa a Castor Uriarte, de quien solo sabía que era arquitecto y el esposo de la hija del Esperanza que había fundado la fábrica de armas en Markina. No sé si fue en esa ocasión o en otra cuando Julen, en compañía de su hijo Kerman, me acercó a la muga de Dantzaria por la que pasábamos de un lado a otro con todo desparpajo o inconsciencia. Lo razonable y lo que se hacía habitualmente era que te acercaran a la venta y se fueran: en esa ocasión, contra todo norma, Julen me acompañó al otro lado hasta que llegó el taxi que debía acercarme a Elizondo.

Los siguientes recuerdos tienen que ver con el stage sobre minorías étnicas propiciado por Guy Heraud que compartí con Julen, y con Ximun Haran, Jacques Abeberri, Michel Burukoa y alguien más que no recuerdo, aunque sí recuerdo a la despampanante marsellesa de la que Ximun se hizo acompañar, muy interesada en todo lo vasco desde que veraneaba en la Cote Basque. Recuerdo también que aprendí a decir Gora Euzkadi Askatuta en esloveno, y que Guy Heraud, un hombre prudente y moderado, dijo a la conclusión del stage que se había sentido a veces entre "dinamitegos".

Coincidimos en París más tarde, cuando estaba ya refugiado en Argel. Fui testigo de una pelea casi física de Julen con David López Dorronsoro, en su casa de Neuilly y en presencia de su mujer, lo que hizo aquel debate especialmente desagradable. Por lo que allí se debatió y porque estábamos preparando la IV Asamblea, invité luego a David a que participara en ella y expusiera sus razones. Nunca habíamos tenido problemas para pasar la muga, pero en esa ocasión, camino de Bera y de la asamblea, dos guardias civiles nos salieron de un caserío y nos pusieron camino del cuartel, además de enviar aviso a través del chaval del caserío para que otros números salieran a nuestro encuentro. Julen y yo teníamos falsa documentación francesa, Pedré (Edur Arregi) y Xabier Imaz, venezolana, y David, probablemente, española. Fuimos Julen y yo los que iniciamos el zafarrancho con el guardia civil que nos vigilaba por detrás. Fueron Pedré e Imaz los que se echaron encima del que iba por delante. Mientras, David, entrenado solo a discusiones dialécticas parisinas, asistía desorientado al espectáculo. Una vez desarmados y desprendidos del naranjero y el fusil, le agarré del brazo y echamos a correr camino de Sara: me sentía responsable de su seguridad, pensaba en la mujer y las hijas que había dejado en Donibane. Perdimos de vista a Julen y él nos perdió a nosotros tras rompérsele las gafas que necesitaba para moverse por el mundo. Durante unos días pensamos que le habían capturado o que estaría muerto entre zarzas. Luego supimos que siguió casi a ciegas el curso de un riachuelo, calculando acertadamente que lo conduciría a una carretera; que oyó el ruido de motor de un coche, que le dio el alto, que se presentó como lo que era y le pidió ayuda: resultó ser de "los nuestros", que era como se identificaba entonces a los abertzales. Supimos luego que le acogieron y atendieron en la clínica Guimón de Bilbao y que, una vez curado, fue el único de nosotros que asistió a aquella postergada asamblea.

Podría contar más historias de y con Julen, incluso en Caracas, pero la que tengo más presente es la que vivimos Pirri (Josemari Eguren) y yo en aquel bar de Arrasate en el que habíamos quedado citados y en cuya televisión vimos, no sé si poco antes o poco después, aquella portada de El Español de Fraga que tanta notoriedad nos regaló. Se suponía que éramos nosotros dos malos estudiantes condenados a vender colas y tratando de pasar lo más desapercibidos posible. Llegó Julen a desayunar con nosotros, pidió café y una pera, algo bastante extraño en aquel entorno, y pidió luego un cuchillo y tenedor para comérsela. La escena tuvo que ver seguramente con que unos días más tarde la señora del bar nos dijera que no querían problemas, que era mejor que abandonáramos la habitación que nos habían alquilado en el piso de su suegra.

* Periodista