A situación no es nueva. Desde 1991, año en que la ONU aprobó la misión de paz, Minurso, para preparar el terreno con vistas a solventar el problema de la antigua colonia española, el Sahara Occidental, no se ha logrado ningún avance. El gobierno marroquí ha lanzado promesas vacías sobre el impulso de un estatus especial, que solo era un paño caliente para calmar las exigencias saharauis y garantizar el apoyo favorable de la opinión pública internacional, pero ha proseguido con su misma política de potencia ocupante.

El Sahara se ha convertido en un gran espacio abierto a la colonización marroquí. De este modo, la posibilidad de llevar a cabo un proceso de autodeterminación es inviable o la población autóctona tendría todas las de perder al no aceptar Rabat que los refugiados saharauis participen en tales presuntos comicios y, en cambio, pretender que sí lo hagan los marroquíes que se han instalado allí. Los años han ido pasando sin que la coyuntura haya cambiado demasiado, al menos para los saharauis: una parte importante sigue malviviendo en campos de refugiados en Argelia. Incidentes, agresiones, una política de orillamiento de la población saharaui, por no llamarlo abiertamente de pura y mera discriminación, les han convertido en ciudadanos de segunda en su mismo territorio.

Las llamadas internacionales del Frente Polisario denunciando la injusticia marroquí y exigiendo que se cumpla el plan de paz o, lo que es lo mismo, el constituir las garantías de un proceso de autodeterminación, han quedado en nada. La misión de paz de la ONU, Minurso, ha ido perdiendo competencias hasta quedar solo como un mero testigo de un conflicto sin solución. Después de todo, España y Francia, que podían presionar a Rabat, sostienen buenas y provechosas relaciones económicas con la monarquía alauí. Rabat ha sabido cultivar muy bien su amistad y relación con la Unión Europea y con EE.UU., como contención durante la Guerra Fría contra el comunismo y en estos últimos años contra el integrismo. Sin embargo, mientras eso sucedía, ocultaba la constante violación de los derechos humanos y se negaba a aceptar ningún proceso que pudiera poner en riesgo su dominio del Sahara.

Los avisos del Frente Polisario de que podría retomar las armas, en el caso de proseguir con esta dinámica obstruccionista no se han tomado demasiado en serio. En su día, el Polisario era la organización que representaba a una población dispuesta a luchar y a defender con uñas y dientes su derecho a constituirse como estado, pero también se ha ido debilitando a medida que los movimientos de liberación han perdido su influencia y presencia a lo largo y ancho del globo.

En esta coyuntura de hartazgo y parálisis, el Polisario ha decidido dar un paso al frente muy arriesgado. Porque la violencia nunca es buen recurso, porque la violencia puede acabar por quemar muchas de las pocas simpatías con las que contaba y, lo que es peor, que la reanudación del conflicto armado atraiga a grupos que acaben por convertir la causa saharaui en otra cosa muy diferente, y solo apareje dolor y sufrimiento. Sin embargo, Brahim Gali, presidente de la República Saharaui Árabe Democrática (RASD), ha puesto fin al alto el fuego y ha declarado el estado de guerra como consecuencia de la apertura del paso fronterizo de Guerguerat, el pasado viernes, 13 de noviembre. Según el Polisario, los acuerdos de paz prohibían la apertura de pasos en el muro construido por los marroquíes con los países del sur. El que el Ejército forzara su reapertura con su intervención ha sido la gota que ha colmado el vaso. Tras tal anuncio, el Polisario ha atacado a lo largo de la frontera, cerca de Tinduf, las bases militares de Mahes, Hauza, Auserd y Farsia. Se desconoce su efecto y el número de bajas provocadas. El gobierno marroquí guarda silencio.

Lo cierto es que la escalada militar ha estallado en el peor momento posible para la monarquía alauí, pero también para los campos de refugiados saharauis. Marruecos está siendo una de los países más afectadas por la segunda ola de covid-19, por lo que debe enfrentarse a una grave crisis sanitaria y económica. Claro que tampoco los campamentos saharauis han podido escapar a la pandemia y se encuentran en cuarentena, lo que ha traído consigo que la ayuda internacional, que tanto necesitan, se haya visto paralizada. Al menos, la reacción internacional ha sido inmediata ante los tambores de guerra y tanto el secretario general de la ONU, António Guterres, como Rusia, Argelia y Mauritania han llamado al diálogo y a la moderación. Un estallido bélico es siempre una pésima noticia. Se desconoce exactamente la entidad y fuerza del Frente Polisario tras tantos años inactivo, y hasta qué punto podrá mantener la presión y hostigar con éxito y preocupar a las fuerzas armadas marroquíes, que cuentan con un constante suministro de armas y equipamiento moderno. Tampoco se sabe cuál será la política que seguirán las autoridades marroquíes en el Sahara a partir de ahora, que seguro será dura y vigilante contra todos aquellos sospechosos de colaborar con el Polisario. En todo caso, si la decisión de Gali es producto de la desesperación, un farol o una estrategia pensada, se irá aclarando en los próximos días y semanas, pues no hay certezas aún sobre en qué puede derivar este nuevo enfrentamiento.

La llave para frenar este disparate la tiene la ONU, el único organismo capaz de garantizar la seguridad del pueblo saharaui y determinar su futuro. Pero hasta ahora, por desgracia, no ha sabido cumplir su tarea.

Confiemos en que esta vez intervenga con garantías.

* Doctor en Historia Contemporánea