NO de los fenómenos más interesantes de nuestra democracia es el protagonismo político de los tribunales. Vienen a la memoria resoluciones judiciales que cuestionan el papel de los tribunales en los conflictos sociales y políticos. Por citar algunos: la peripecia del Tribunal Supremo de 2018, que dio marcha atrás en su primera jurisprudencia sobre el pago del impuesto de actos jurídicos documentados en las hipotecas, rectificándola en favor de la banca. Los casos judiciales del 3% (Catalunya), Gürtel (Madrid) o ERE (Andalucía) que contaminan a partidos "de gobierno". La sentencia condenatoria -con matices según el cónyuge- en el caso Nóos o la instrucción por delitos presuntamente cometidos en Suiza por su majestad el rey Juan Carlos levantan polvo mediático a favor y en contra de la Corona. La resolución del conflicto entre las instituciones centrales y catalanas a través de la condena por sedición y otros delitos del Govern y de miembros de la Mesa del Parlament o a través de la inhabilitación política por desobediencia del último president de la Generalitat catalana. Las sentencias judiciales que enmiendan la plana a ejecutivos central y autonómicos sobre medidas del confinamiento en el contexto del covid-19. Cada lectora puede quitar o añadir ejemplos a su gusto.

Aunque no es un fenómeno nuevo, sí que parece nueva su intensidad. Frente al protagonismo judicial cabe preguntarse: ¿Es la judicatura un agente político en democracia?

Hay quien dice que la justicia se ha convertido en un bien de consumo, y que ésta es la causa de la judicialización actual de las relaciones sociales. Pero las reincidentes crisis del capitalismo globalizado se reflejan en una enorme desigualdad en el acceso a la Justicia por los ciudadanos. Como diría Marx, "el Derecho es fuerte para defender a los ricos y débil para defender a los pobres".

En cambio, la judicialización afecta a conflictos de carácter colectivo, social o político. Conflictos consecuencia de la lucha de partidos, conflictos sociales estructurales y conflictos entre los poderes descentralizados del Estado: local, autonómico y central. Lo que el ágora democrática niega puede conseguirse a través de una resolución judicial. El foro judicial se ha llenado de cuestiones inequívocamente políticas que nunca deberían haber llegado a él. En el mundo anglosajón se ha acuñado el término "lawfare" para designar esta clase de guerra jurídica en la que se abusa del Derecho y de los tribunales para debilitar o deslegitimar ideas y oponentes políticos. España es terreno propicio de "lawfare".

Es lógico que así sea, porque los jueces dicen la última palabra. Cuando un tribunal dirime un conflicto, inapelablemente, ya está todo dicho y no hay más discusión. Ante la volatilidad del discurso político, la sentencia judicial posee aún certidumbre y seguridad. Además, los jueces, aunque orgánicamente sean funcionarios del Estado, dictan sus resoluciones a título estrictamente personal. Su relación con el Derecho es muy diferente de la de los legisladores. El art. 103.1 de la Constitución establece que la administración pública actúa "con pleno sometimiento a la ley y al Derecho", pero también "sirve con objetividad los intereses generales". Al contrario, el art. 117.1 dice que los jueces están "sometidos únicamente al imperio de la ley", sin aludir a los intereses generales. No parece una casualidad.

El sometimiento a la legalidad no significa que los jueces repitan las disposiciones legales. El Derecho es un dato, el más importante para un juez, pero no el único. Como dice el profesor Alejandro Nieto: "No es que el juez esté en manos del legislador (...) es la ley la que está en manos del juez". Y ¿qué es la Ley? Pues "para un juez solamente es ley la interpretación que él mismo hace de ella", afirmación del influyente jurista del siglo XIX Karl Binding. Así que en las democracias constitucionales se ha aceptado la innovación jurídica judicial y en las facultades de Derecho se estudia un Derecho Judicial diferente del Derecho de los parlamentos.

La judicialización de los conflictos políticos conlleva la politización de los conflictos judiciales. Esto es un hecho y admitirlo no debería molestar a los jueces. La primera consecuencia es el manifiesto enfrentamiento del poder judicial con el ejecutivo. Ahí, la judicatura cumple una función de neutralización política. Su labor debe ayudar a componer las contradicciones entre la igualdad formal ("todos son iguales ante la ley") y las desigualdades sociales ("algunos son más iguales que otros"). A menudo, los jueces han usado los derechos humanos para poner en su sitio la justicia social dentro del ordenamiento jurídico.

Pero la politización judicial cuestiona sobre todo la legitimidad, la capacidad y la independencia del poder judicial. Cuestiona su legitimidad ya que los jueces no son elegidos democráticamente. Cuestiona la capacidad no solo para juzgar (o sea, la formación y la preparación técnica de los jueces) sino "para hacer ejecutar lo juzgado" (o sea, los recursos humanos y materiales de la administración de justicia). Los grandes procesos de corrupción política son ejemplos que ponen a prueba la capacidad de los tribunales.

La independencia judicial no es una característica exclusiva de las democracias. Es conocido el caso de dictaduras que preservaron la independencia judicial. Por ejemplo, el franquismo arrebató a los tribunales ordinarios la persecución de los crímenes políticos, mantuvo así su neutralidad política y creó tribunales ad hoc con jueces fieles al régimen.

Además, el conservadurismo corporativista de parte de la judicatura española no ha enfatizado la independencia como salvaguarda de los derechos fundamentales y sí como conjunto de sus privilegios profesionales y como irresponsabilidad. Los jueces son irresponsables por sus resoluciones, por erróneas que sean. Así, la independencia judicial es un problema cuando los jueces aceptan el control político de su tarea o cuando el corporativismo y la indiferencia judicial por la salvaguarda de los derechos fundamentales son demasiado evidentes.

Otra función del poder judicial es la lucha contra el abuso de poder. Para que sea creíble y digna de una democracia, esta lucha debe ser sistemática. En cambio, si esta función se ejerce de manera puntual, selectiva y por razones de oportunidad, degrada la democracia. El doble rasero siempre erosiona al poder judicial. La violencia de la derecha no se ha perseguido con igual contundencia que la violencia de la izquierda, sin ir más lejos.

La politización de la justicia obedece a la orientación política de los jueces. Hay muchos casos de activismo judicial en que son conservadores políticamente, cuando no reaccionarios. Los tribunales transforman los conflictos sociales en disputas individuales. Es decir, tienden a desalentar la acción y la organización colectivas. El intervencionismo judicial en España puede tener como objetivo este desarme social. Una forma de medir el activismo judicial sería la recuperación de la politización de las disputas individuales y no su desactivación colectiva. Un tribunal no siempre tendrá que actuar como mecanismo de solución de conflictos (individuales); también tendrá que actuar como mecanismo de creación de conflictos (estructurales): para conceder derechos a comunidades políticamente excluidas, por ejemplo.

Al principio de esta reflexión se ha citado un fragmento del artículo 117.1 de la Constitución. Cuando este precepto declara que "la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por jueces y magistrados", escribe "justicia" y" pueblo" con minúscula y "Rey" y "Jueces" con mayúscula. El mundo al revés.

* Abogado, doctor en Derecho y profesor en la UPF, Barcelona