SCUCHAMOS últimamente, a raíz de las cautelas impuestas por la pandemia, en evitación de posibilidades de contagio por su uso, numerosos comentarios sobre la posible o incluso probable desaparición de la moneda física como herramienta de pagos en general. El tema tiene indudable trascendencia. Ofrece algunas ventajas, pero plantea también, como no podía ser menos, problemas de tipo práctico de considerable alcance.

Los partidarios de su desaparición, son, entre otros, la banca, empeñada en una acelerada digitalización que le ahorre costes logísticos, de seguridad y de personal; y naturalmente la Hacienda Pública, por razones de recaudación impositiva y control de todas las operaciones de negocio, eliminando el fraude fiscal y la economía sumergida.

Sin embargo, esta eliminación plantea numerosos inconvenientes pues supone, entre otros, un drástico cambio de mentalidad y posible gasto para un contingente amplio de personas acostumbradas de siempre a manejar dinero líquido. Este es el caso de muchos mayores, reacios a utilizar tarjetas de cualquier tipo. Obligar, además, a realizar todos los pagos con tarjeta tiene inconvenientes económicos por las comisiones bancarias inherentes, amén de la posibilidad de fraudes y falsificaciones de diverso tipo.

Si, a pesar de tales obstáculos, se produjera por ley una brusca eliminación de los pagos en efectivo, ello supondría el final de un periodo milenario de utilización de diferentes monedas, primero metálicas y después en papel. Su introducción supuso un enorme avance en la historia de las transacciones comerciales, tanto de tipo doméstico como comercial a gran escala en sus variantes nacionales o internacionales. Hasta su aparición, el comercio se efectuaba mediante intercambio de bienes o servicios a través de la permuta o trueque, de mucha mayor dificultad y lentitud, sin duda.

El uso de la moneda, sobre todo en sus primeras versiones metálicas, utilizando los metales nobles, ya sea el oro o la plata, ha dado origen a una rica literatura cuajada de aventuras y peripecias. Así, recordemos las historias de tesoros ocultos, súbitamente descubiertos, como en la novela El Conde de Montecristo, las aventuras de piratas en los siete mares o las continuas escaramuzas de corsarios ingleses contra los galeones españoles, cargados frecuentemente de monedas de oro y otras mercancías preciosas.

Han gozado de la consideración de casi míticas, por aparecer en relatos religiosos como la Biblia y libros clásicos, monedas como los denarios, los dracmas griegos, los ducados españoles, los taleros germánicos, los doblones, luises o libras, las peluconas o la nomisma, moneda bizantina de oro que, según autores contemporáneos del emperador Justiniano, era aceptada hasta en los últimos confines de la tierra, llegando algún historiador económico como Robert López a denominarla como "el dólar de la Edad Media".

No debemos olvidar, sin embargo, que ya antes del siglo XIII el comercio internacional en mercancías como la lana y sus derivados textiles, en especial entre las ciudades del norte de Italia como Pisa, Siena, Florencia, Padua o Bolonia y otras más al norte, en Flandes o Inglaterra, estaba utilizando instrumentos jurídicos: los títulos valores, como la letra de cambio, que a través de corresponsalías bancarias internacionales suplían con ventaja el transporte trasfronterizo de ingentes cantidades de monedas, en aquellos tiempos metálicas, con los riesgos que ello llevaba consigo.

En relación con este tipo de tráfico y sus instrumentos de pago es oportuno citar instituciones como las ferias, de las que tenemos un magnífico exponente en el condado de Champagne, al norte de Francia. Esta feria se desarrollaba sucesivamente en distintas ciudades del condado, como Troyes y otras, y venía a durar casi un año. Su situación geográfica y la seguridad jurídica en sus transacciones eran las claves de su éxito.

Haciendo un pequeño inciso, no podemos menos de mencionar la relación de Navarra con Champagne pues, como todos sabemos, a la muerte de Sancho VII el Fuerte, a principios del siglo XIII, la corona de nuestro Viejo Reino vino a recaer por herencia en uno de los condes de tal procedencia, Thibault, inaugurando así una dinastía, la conocida como "los Teobaldos", que dejó su impronta en nuestra tierra.

Descendiendo del mundo de los negocios a nuestra intrahistoria doméstica es indudable que la desaparición de la moneda metálica o de papel, aparte de sus repercusiones en el ámbito económico y social, tiene connotaciones de tipo sentimental y entrañable.

Así, ¿quién se olvida de aquellas relucientes moneditas de cobre o aleación que nuestros padres, tíos o abuelos nos soltaban de pequeños como paga los domingos para comprar chucherías o meter, quizás, en la hucha, para posteriores expansiones? ¿Tendrán a partir de ahora los niños unos terminales, incluso sin contacto, para recibir la paga, como ya hacen algunas iglesias innovadoras en sus colectas? O más bien ¿serán los niños desde casi su nacimiento los que tengan abiertas cuentas en las que depositar sus magros ingresos y disponer de ellos por tarjeta? Todo es posible pero no me negarán que esto no podrá competir nunca con el tintineo prometedor de nuestras pesetas rubias o duros de la infancia. ¿Tendrán también los mendigos que ponerse al día para entrar en la "mendicidad digital"?

Llegados a este punto es, quizás, oportuno comentar un reciente artículo del exgobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, titulado Dinero digital para todos, en el que para evitar que la gente de escasos recursos y sin una mínima formación financiera, tenga que abrir cuentas en la banca convencional y sufrir las costosas comisiones inherentes al uso de los depósitos, mediante tarjetas, cheques, o trasferencias, sugiere una alternativa tecnológica, viable a su juicio. Consistiría en "en permitir a todos los ciudadanos europeos tener y usar euros digitales, esto es dinero digital emitido por el Banco Central Europeo, que es el que ahora emite el dinero físico, siguiendo el ejemplo de otros bancos centrales que están ya estudiando la posibilidad de permitir a todos los ciudadanos tener y usar el dinero digital". Es China, según el mismo experto, la que está liderando esta iniciativa y experimentándola ya en cuatro de sus ciudades.

La idea parece sugerente, aunque futurista y problemática en su aplicación práctica, por entrañar un salto cualitativo de mentalidad y uso social, por lo que sería aconsejable aplicar criterios de prudencia y gradualidad, eximiendo, entre otros, los pagos de pequeñas cantidades. Parafraseando la máxima de San Ignacio de que "en tiempos de tribulación, (o de coronavirus, diríamos nosotros) no hacer mudanza". La experiencia de Suecia, país en el que se está ya eliminando por ley el uso de efectivo, nos podría resultar esclarecedora.

* Doctor en Derecho