OS nacidos a finales de los 60 y principios de los 70 somos el grupo poblacional más numeroso, la cohorte más ancha en la pirámide poblacional. Las circunstancias históricas han querido que también vayamos a ser la generación que más patentemente va a experimentar en sus propias carnes dos grandes crisis económicas. Tremenda vicisitud, justo en un periodo vital en el que, rondando los cincuenta, se supone que hay que empezar a palpar la sensación de cierta prosperidad derivada del esfuerzo por formarse y progresar profesionalmente. Por el contrario, volverán a frustrarse muchos proyectos vitales y tampoco se percibirá ninguna perspectiva alentadora en el horizonte. Hemos contribuido al nacimiento de la era digital, el mayor cambio en la historia de la humanidad, pero también hemos asistido al derrumbe del mito de la omnipotencia del hombre frente a todo lo que le rodea. La crisis de 2008 llegó por la inconsistencia con la que se había edificado el modelo económico occidental, basado en endeudamiento proporcionado por un sistema financiero que estaba podrido.

La crisis actual llega por efecto de una externalidad, un factor ajeno a la estructura económica, en este caso un virus de los más pequeños de la naturaleza, cuyo ínfimo código genético se representa en menos de 30.000 pares de bases. Vulnerables en lo biológico y como sociedad, mucho más de lo que creímos merecer.

La parte positiva tendría que ser que algo debiéramos haber aprendido del tropezón de hace diez años. Sobre todo, del manejo de las expectativas en relación con qué parte de la solución ha de llegar del poder público y cuánto puede surgir de la fortaleza propia de la sociedad, independientemente de las decisiones que tomen quienes la gobiernan.

Estos días vuelven a aparecer esos mitos políticos que se presentan complacientes, agradables al oído, que sugieren que hay una red de seguridad que impedirá que nadie quede por el camino. Esa misma expresión se le ha oído durante la semana a la democristiana Von der Leyen desde la Comisión Europea y a la comunista Díaz desde el Ministerio de Trabajo. Lo que ambas ocultan es que ni disponen de cabal margen presupuestario para garantizar nada, ni saben muy bien a qué se enfrentan. Ha cundido la idea de que es el momento de recurrir al Estado, de la salvación mediante la solidaridad obligatoria, de lo mucho que los ricos deben a los pobres y de lo bueno que será pagar más impuestos para arreglar las cosas. El Gobierno de España quiere presentarse como garante de que apenas nadie va a notar el embate de la recesión. Tienen la habilidad, hay que reconocerlo, de haber hecho pasar a otros como los instigadores de la perniciosa austeridad, cuando el que más recortes ha hecho en nuestra historia reciente fue aquel Zapatero que justo hace diez años los presentaba en el Congreso arropado en el aplauso de Sánchez. Lo poco que hizo Rajoy más tarde fue estabilizar un sistema financiero tambaleante con el dinero que le prestó la Unión Europea y actualizar la normativa laboral. Su natural displicencia le impidió abundar en reformas dignas de tal nombre. De hecho, la política que se siguió para rescatar al sector bancario fue cualquier cosa menos liberal, por más que algunos se empeñen en contarnos otra historia. El ejemplo claro lo tenemos en lo ocurrido con Caja Navarra. Lo ortodoxo hubiera sido que una vez constatada la insolvencia, la autoridad supervisora hubiera instado la quiebra y trasladado a una justicia independiente los elementos del caso para que procediera civil y penalmente contra sus directivos. En cambio, se optó por la más socialista de las soluciones: aportar dinero público (FROB mediante), promover asociaciones corporativas al calor del poder (con aquel estercolero de caja andaluza) y mantener a unos directivos fantoches que si algo tenían era capacidad para sostener a su vez entramados clientelares.

Quisiera que esta generación tan maltratada por las circunstancias entendiera que solo podrán resolver la salida a la crisis los que estén pensando en cómo nos gustaría que fuera nuestra sociedad no dentro de unos meses, sino dentro de diez años. En el corto plazo sólo se piensa en cómo defenderse, y si la colectividad nos puede arropar. Mirar más allá significa, en cambio, reivindicar una fortaleza propia al margen del poder político, del que apenas nada podemos esperar porque no saben y porque no pueden. El virus se transmite y los mitos políticos se inoculan, ambos perniciosos.* Médico