ARECE que se apagan los ecos del debate. Algunos han decidido que la protección de la salud prima por encima de todo y otros que no hay dilema, que no hay salud sin economía del mismo modo que no hay economía sin salud. Pero algunos nos vamos a casa, dicho sea en expresión literaria, porque hace tiempo que no salimos de ella, insatisfechos con el final; creemos que el debate se cierra en falso.

Situémonos en la casilla de salida. No gastaremos energías en justificar que tanto la protección de la salud como la de la economía son bienes públicos, objetivos de interés general que cualquier Administración debe perseguir. Si alguien no está de acuerdo, nos separa un mundo.

Dos bienes públicos, cualesquiera que sean, pueden ser compatibles o incompatibles; serán lo primero si pueden obtenerse simultáneamente e incompatibles si la obtención de alguno de ellos excluye la del otro. Permítanme que introduzca ya consideraciones personales, si dos bienes públicos son incompatibles es que alguno de ellos no tiene la tal condición de bien o no ha sido adecuadamente descrito. En el caso que nos ocupa, cabe poca duda de que es perfectamente posible proteger simultáneamente la salud pública y un grado razonable de desarrollo económico sostenible, lo ha sido al menos hasta ahora en condiciones de “normalidad”. Intentaremos responder, en las líneas siguientes a si la presencia de una pandemia tan pavorosa como la del covid-19 obliga a modificar el diagnóstico.

Todos los bienes públicos se encuentran estrechamente ligados entre sí. Los seres humanos somos multidimensionales y si algo tiene carácter de bien público es porque atiende a alguna de nuestras infinitas necesidades en medida relevante y hace con ello posible atender otras muchas. Las personas no necesitamos tan solo salud, sino también dinero y amor si hay que hacer caso al dicho y probablemente también otras cosas. Tienen razón entonces los que dicen que no hay protección de la salud sin economía, (¿quién pagaría médicos, enfermeras, aparatos y medicamentos?) lo mismo que quienes denuncian la tan frecuente paradoja de vivir para acumular riqueza en detrimento de la salud, lo que nos va a impedir disfrutar de ella.

Pero el hecho de que los bienes públicos estén relacionados no supone que se consigan al mismo tiempo. Ni que se obtengan siempre en idéntico grado.

Que puedan obtenerse al mismo tiempo salud y prosperidad económica no quiere decir que nos lluevan del cielo. Ni que lo que hagamos en pro de alguno de los bienes beneficie necesariamente al otro, aunque no sea en el mismo grado. Y es aquí donde entra en qué invertimos individualmente los talentos que se nos han dado y a qué destinamos colectivamente los recursos que, según señala la primera página de cualquier manual de Economía, “son escasos y susceptibles de usos alternativos”, como una pandemia pone dramáticamente de manifiesto.

Estamos condenados a elegir. Ya nos lo advirtieron los existencialistas franceses, no hay quien nos libre. No solo ante el covid sino siempre que la protección de alguno de los bienes públicos implique dejar de proteger o incluso sacrificar en alguna medida cualquier otro.

En cualquier elección podemos otorgar preferencias absolutas y generales. Es la manera con que no pocos se han enfrentado al dilema, la salud prima por encima de todo. Es una opción válida siempre que se den dos condiciones: que los bienes tengan diferente rango y pueda destacarse, por tanto, uno sobre otro; y que no se encuentren interrelacionados de manera que un grado, al menos, de cualquiera de ellos sea preciso para la consecución del contrapuesto.

Ninguna de estas condiciones se cumplen en el presente caso, tanto la salud, mejor o peor (es difícil tenerla plena durante un período prolongado y al final siempre se acaba perdiendo), como una cierta capacidad económica (nunca la deseada) son necesidades vitales del ser humano y ambas se encuentran intrínsecamente unidas, las estadísticas de esperanza de vida son muy elocuentes.

Ya el sentido común nos hace sospechar que las cosas no son o blancas o negras (aunque pueda advertirse en ellas un tono más próximo a cualquiera de estos colores) y que decisiones basadas en esta premisa huelen a demasiado fáciles. Les pondré un ejemplo, como verán poco imaginativo.

Supongamos que a un pequeño pueblo sin casos de covid-19 se le impone el confinamiento de todos sus habitantes (salvo alguno, acaso, que desarrolle actividades esenciales). Sin duda habrá ganado en protección de la salud, pero solo en escasa medida porque el riesgo de infección, y no digamos ya el de epidemia, era harto reducido. Habrá sido, sin embargo, a costa de dañar la economía y nivel de vida de sus habitantes y quién sabe en qué grado su salud física o mental futura.

¿Se justifica una preferencia absoluta por la salud en un caso semejante? ¿Merece la pena la merma económica en relación con el plus protector conseguido? Parece que, lógicamente, habría que tener en cuenta el nivel del perjuicio económico sufrido, pero también que un refrán popular viene raudo en nuestra ayuda, lo llaman matar moscas a cañonazos.

Si no caben preferencias generales y absolutas, en este o en cualquier otro caso, solo queda una salida, escoger la combinación de equilibrio (1 óptimo de Pareto, economistas y sociólogos lo entenderán) que nos proporcione la mayor dosis de bienestar, felicidad si quieren, individual y grupal, según el valor que cada uno de nosotros, y todos en conjunto como sociedad, demos a los grados de posesión de cada bien. Y este valor variará, no será el grado de preocupación por la salud idéntico en una persona joven y sana y con escasas perspectivas de sufrir en ella detrimento grave, que en el de una persona enferma, de esas a las que los médicos durante la pandemia han acostumbrado en referirse como “con patologías previas”. No será la repercusión de medidas de sacrificio económico idéntica en quienes tienen lo justo para comer que en quienes, pase lo que pase, tienen garantizado un elevado nivel de renta de por vida.

¿A dónde nos conduce esto? A la política. A la democracia. A la necesidad de huir de las recetas milagrosas y las verdades inmutables. A la obligación de elegir, no entre el blanco y el negro sino entre una gama casi infinita, un Pantone de colores. Si hay debate, si debe haberlo. Si hay dilema, ¡cómo no iba a haberlo! Y a todos nos compete la decisión. Que eso sí que será salir juntos de esta. Y de cualquier otra.