OMIENZO este artículo de opinión a la vez que recuerdo una imagen inolvidable para mí a partir de ahora: el Papa Francisco celebrando la liturgia del Domingo de Ramos, en medio de la Plaza de San Pedro, en el Vaticano, enarbolando una palma que apunta hacia lo más alto, hacia los cielos. En mis más de sesenta y cinco años nunca he visto la figura del Papa tan desprotegida y solitaria. En medio de la Plaza rodeada de majestuosas columnas, el altar parecía una sencilla mesa de piedra, improvisada para la ocasión, tras la cual el Cardenal Bertoglio, ya Papa, celebraba en la más estricta soledad la misa de este domingo tan señalado (Domingo de Ramos) en el que Cristo, según cuentan los libros, entró triunfante en Jerusalén, aunque lo hiciera a lomos de una burra. Lo que celebrábamos no es una anécdota de poca importancia, era el inicio de la Semana Santa, esos siete días solemnes en que el Dios Hombre lavó los pies a los humildes y los pecadores; en los que fue negado por su discípulo y apóstol Pedro, que había sido su preferido; en los que se vio traicionado por otro discípulo y apóstol suyo llamado Judas Iscariote que, lejos de arrepentirse y obrar en consecuencia, se suicidó después de rechazar la recompensa que había cobrado por facilitar la traición; en los que se entregó con entereza para que los Gobiernos de aquel tiempo salieran indemnes de sus decisiones gratuitas, dictadas exclusivamente para salir del paso atosigados por quienes voceaban en la calle "¡crucifícale!"; en los que Cristo murió al fin en el monte Calvario después de haber sido paseado bajo una cruz, tocada su cabeza con una corona de espinas€

Según dictan los libros, -o quizás las leyendas-, esto es lo que ocurrió antaño, lo que año tras año se repite y celebra en ese Auto Sacramental que constituye la esencia en la celebración de la Semana Santa. La grandeza de estos pasajes, cuya dimensión religiosa supera lo anecdótico, se ha visto ninguneada en esta ocasión (año 2020) por la irrupción en la escena de un virus diminuto, e imperceptible, que ha amenazado a los dioses y los ha reducido a meros figurantes. La imagen del Papa Francisco en medio de la Plaza de San Pedro leyendo textos en latín con las manos abiertas, no ha podido mostrar mayores dosis de impotencia. Dios, ese Dios al que el Papa celebraba en medio de la Plaza, rodeado de algunos (pocos) cardenales que guardaban entre sí la distancia de seguridad, no mostraba en esta ocasión la grandeza y el poder que se le adjudican. La voz del Papa Francisco rebotaba como un saltimbanqui entre las columnas, atemorizada y sometida a las decisiones de las Organizaciones Internacionales que, aquí y allá, habían dictado normas de comportamiento tan rígidas como insuperables. Por una vez he sentido que los dictámenes de la "única" Iglesia, -y por tanto creencia o fe-, a la que he pertenecido, se han sometido a los mandatos de la Ciencia y de los científicos. La vida de cada cual ha estado por encima de todos los supuestos y de todas las certezas. Que Dios es todopoderoso e infalible es algo que nos inculcaron con tanto empeño como constancia. Que Dios estaba en el "más allá", y que desde allá sería capaz de dominar el "más acá", también estaba entre nuestros dogmas y convencimientos. Que Dios, hecho Hombre (Cristo), había hecho milagros que excedían nuestra capacidad de comprender lo lógico y normal, también caló en nuestras vidas y saberes cuando, aún niños, nos entusiasmábamos con aquel personaje que convertía las piedras en pan. Pues bien, todo aquello ha quedado reducido a bien poco: un reducido virus deambula por la atmósfera, o se esconde en los recónditos rincones en los que almacenamos la Nada y los misterios€ A tan poco que el mismo Papa Francisco no ha tenido otro remedio que aislarse en la inmensidad del Vaticano para continuar, más mal que bien, mostrando la inmensidad de la Iglesia, depositaria de su fe y de la Historia que el propio Papa defiende.

Han ocurrido cosas terribles y muy significativas. No solo la imagen de soledad que compone la basílica de San Pedro vacía, también han ocurrido -y aún seguirán aconteciendo-, cosas terribles que nos pasarán desapercibidas. Ved las esquelas con que recordamos las muertes de nuestros amigos y familiares en los periódicos: ni una sola citación para despedir a quienes se van después de años y años en los que han convivido con nosotros. Nada es tan desolador como un sacerdote "armado" con un hisopo, que derrama gotas de agua bendita sobre un ataúd en presencia de uno, acaso dos, familiares. Nada de despedir con efusión al que se va, como si el acto de enterrar a nuestros muertos no fuera un acto de homenaje a sus vidas. Nada de homenajes, nada de actos o muestras de gratitud porque ahora se ha extendido la absurda creencia de que los fallecidos por el covid siguen siendo "peligrosos" después de muertos. "¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!". Es verdad, sin paliativos. La Muerte desuela los ambientes, revoluciona las costumbres, amenaza y obliga a vivir de otro modo a quienes la temen.

Este famoso covid -coronavirus me gusta más-, anda por ahí, de un lado para otro, acojonándonos (permitidme, queridos lectores, este exceso verbal), sometiendo nuestras vidas al miedo y a la incertidumbre. Este covid no es un dios malvado, no llega a ser un dios, pero ha sido capaz de atemorizar a los "dioses". La Semana Santa se ha quedado en nada en este año porque ya no hay ningún hijo de Dios dispuesto a hacerse Hombre y redimirnos. Todo ha cambiado, ahora los humanos nos erigimos en nuestros propios "dioses", aunque no somos todopoderosos sino meros supervivientes.

La Semana Santa, al menos en este año, no ha pasado de ser una efeméride para que la recordemos en los salones de nuestras casas, o en esos espacios abiertos en los que antaño dialogaban las comadres en frente de los portales€ Pero la Semana Santa seguirá siendo un tiempo de padecer y el tiempo de la Gloria y de la Resurrección, ese tiempo en que la Vida y la Historia sagradas nos acercan a los dioses a los que tanto honramos y tanto vilipendiamos.

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