L periodismo no es solo información, no se limita a dar testimonio veraz, exacto, riguroso y responsable de los acontecimientos, también es compromiso con la ciudadanía. En este sentido, la prensa a nivel global nos está informando fielmente y a diario de una pandemia inédita, que azota el mundo de una forma despiadada, el coronavirus disease-19, o enfermedad por coronavirus-19. El troquel periodístico por excelencia de cualquier diario se rige por una ley basada en la aleación de tres principios -observar la realidad, contrastar la información recabada y divulgarla- cuyo resultado no puede ser una tergiversación de lo acontecido, pues sus noticias descansan, con toda la flexibilidad que se quiera, en ese trípode.

À propos de rien, como dicen los franceses, o sin venir a cuento, si se prefiere, creo que es raro el ser humano que no ha conocido en este mundo los altibajos y vaivenes de la suerte, que suele dejar de lado y volver las espaldas a los que su antojo encumbra para que no se ufanen atribuyendo al propio mérito y esfuerzo éxitos que son mero fruto del azar. En este sentido, la pandemia se ha erigido en el juez que está midiendo a todos los seres humanos por el mismo rasero, ya sean ricos o pobres, poderosos o débiles, porque el virus es muy contagioso, ciertamente temible y no hace distingos, forzándonos a todos, por igual, a confinarnos en la triste soledad de la que nos habló Luis de Góngora.

El mundo, ya sea en España, Italia, China, Estados Unidos, Irán o en Perú, nos muestra su asfalto despoblado, vacío de gente, de turistas, de trabajadores, disuadidos, sin duda, por el temor al contagio, a sufrir esa premonitoria tos seca, ese dolor de garganta, esa molesta fiebre, ese malestar general, esa pérdida del olfato y del gusto y esa preocupante dificultad respiratoria, además de obligados, obviamente, por la inusual vigilancia policial y militar que vela por el cumplimiento del confinamiento.

Es innegable que las calles y plazas del mundo, impregnadas de un sobrecogedor color abismo y desgracia, se han convertido en un santuario a la fatalidad. Bares cerrados, restaurantes inactivos, comercios mudos y empresas selladas componen un silencioso escenario, una visión apocalíptica, que solo se ve interrumpida por el ruido urgente de las sirenas de las ambulancias que se tornan especialmente estremecedoras.

Superada la pandemia, apenas quedarán vestigios del escenario sobrecogedor en el que se había convertido el mundo y en el que seguramente todavía se respirará un dolor apenas disimulado. El panorama seguirá siendo incierto, pues la eventualidad de un repunte o de otra pandemia subsistirán. Las medidas de seguridad y prevención dejarán entrever que el virus sigue en su reservorio natural y que puede impregnar cualquier punto de la geografía mundial en el momento más inesperado. No habrá que relajar, por tanto, el sistema de alerta sanitaria. Así que, sin caer en pesimismos, aunque las predicciones ahora mismo no invitan precisamente al optimismo, seguramente en los meses venideros se resuelva la pandemia positivamente. En cualquier caso, el vecindario irá aguantando solidariamente lo que le carguen.

El mundo no es un planeta agotado. Su destino, pese a este doloroso eclipse, no es caer, sino alzarse. La fiesta de la vida debe continuar. Más allá de la tragedia, más allá de nuestros muertos sin sepultura, víctimas solitarias de esta terrible pandemia, el mundo debe emprender su actividad social y laboral, pero debe hacerlo una vez aprendida la lección, que nos deja un mensaje muy claro: los graves problemas se superan unidos, solidariamente, apostando por la especie humana por encima de cualquier otra consideración. Y si algo nos está dejando clara esta enfermedad extremadamente contagiosa es la importancia de tener un fuerte sistema sanitario público, universal, equitativo, accesible y de calidad. Un sistema sanitario eficaz y obviamente eficiente, lo que implica no solo reforzar la atención primaria, sino también mejorar la atención especializada, tanto ambulatoria como hospitalaria.

En fin, soy tan pacifista que hasta me disgusta que la gente se muera de muerte natural, menos pues víctima de este fatídico virus. Nada vale más que la vida de un ser humano, pues cada persona es, como decía don Miguel de Unamuno, una especie única, un ser insustituible, necesario e imprescindible, pues otro igual no puede darse jamás.

* Médico psiquiatra y presidente del PSN-PSOE