UNA encuesta del Reino Unido y otras de diferentes colectivos de aquí alertan sobre la soledad que padecen los mayores, revelando una tragedia social y la precaria realidad de nuestras condiciones de vida. La soledad es opuesta a una especie gregaria como la nuestra, única que en el acto del nacimiento necesita colaboración, manteniendo el grupo el tutelaje del individuo en la larga etapa de aprendizaje. Desde la primera sonrisa al primer paso. No resultamos autónomos hasta la adolescencia.

De la tradición oral pasamos a la modalidad escrita, para retener, mantener y transmitir nuestra memoria individual y colectiva, la necesidad de prolongarla en el tiempo desde la estampación en piedra hasta nuestra época cibernética. Ha habido eremitas (voz griega, “hijos del desierto”), pero en último término, se trata de que el sujeto ensimismado se comunica con su Dios. Su yo se hace universo.

Somos una especie comunicadora por excelencia, por eso nos aterra la soledad. En tiempo de Navidad, recuerdo mi niñez, acompañando a mi madre, presidenta de la Comisión de Beneficencia e Instrucción Social del Euskal Erria, Montevideo, en sus andanzas al asilo de ancianos. Aunque puestos en marcha importantes adelantos sociales en el Uruguay opulento de los 50, no eran suficientes, pero ni se mencionaba la palabra y la acción de dependencia. Solo se podía dar, fuera del sistema, solidaridad. En el asilo había un grupo de ancianos vascos, en su mayoría hombres, a los que se visitaba, vigilando sus necesidades, físicas y morales, llevándoles turrones y sidra en Navidad y, sobre todo, acompañarles en sus recuerdos, vivos en esas fechas. Fue así como conocí la dureza de la condición del expatriado, que mis padres, exiliados, paliaban con su juventud optimista.

Los ancianos, algunos no hablaban castellano, se recluían en sí mismos, esperando la muerte, casi como los ancianos esquimales que se adentraban en la tundra ártica para ser devorados por los lobos. Pero resucitaban de su desmayo o regresaban de su ausencia al vernos llegar: les llegaba el tiempo de hablar en voz alta del país que abandonaron en su juventud, para mejorar las precarias condiciones de vida a las que fueron abocados por las guerras civiles del siglo XIX en Araba, Bizkaia, Gipuzkoa, Nabarra e Iparralde, por la resistencia a cumplir el servicio militar impuestos por Francia y España. Sin Fueros, la bendita ley original, fueron expuestos a la afrenta. Y a la expatriación.

Recuerdo a uno de los ancianos, más agudo en su comunicación, de Goizueta. En una mezcla de euskera y castellano gauchesco, comentaba de las mafias establecidas para animar la emigración al Uruguay: hombres vestidos elegantemente, con relojes de oro colgando al cinto, luciendo sombreros de copa de castor y botas de cuero, les instaban a montar en veleros -¿pateras atlánticas?-, que partían de Burdeos, Baiona o Pasaia y en apenas tres meses (lo recalcaba con sarcasmo) en los que dormías en cubierta y comías ratas, llegabas a la tierra prometida, tras sufrir un desembarco nocturno, peligroso, clandestino.

Pero había trabajo y la mayoría eligió el oficio de pastor. Muchos de ellos, devorados por la nostalgia que es la antesala de la soledad, se convirtieron en bertsolaris, como el gran Iparragirre. Cantaban en las pulperías para no llorar, porque desconocían el mensaje de la estrella del sur y ellos, hijos de las montañas y el mar, temían aquella pampa infinita de hierba verde.

Aquel hombre, cuando se guarecía del sol bajo los ombúes, con sus ovejas, cerraba los ojos para ver los manzanos del huerto de su caserío, los bosques de robles, el río Urumea, flexible hilo de plata, no tan grande como el de la Plata que semejaba un mar. De Goizueta (pronunciaba el nombre del pueblo como si cantara una melodía), el río sagrado donde se bañaban los guerreros vascones, los que vencieron a un emperador de Europa que osó incendiar Iruñea, bajaba por las montañas verdes de Nabarra y Gipuzkoa para morir en el mar de los vascos, el de los oleajes turbulentos.

Con los primeros ahorros se fue a buscar una mujer de su tierra, la encontró, y con ella regresó a la pampa porque en Goizueta (el nombre se mascaba ahora con dolor) no había futuro. Pendiente estaba la llamada del servicio militar, el caserío paternal en manos de un hermano que apenas daba de comer a su familia. Todo me regresó a Uruguay otra vez, musitaba el anciano. Y eso no era malo, simplemente que su corazón quería regresar al lar natal, como en el poema de Iparragirre. Al rememorar su vida, así fuera ante una niña que lo observaba asombrada porque era hija de la pampa y la estrella del sur y apenas adivinaba cómo podían ser las montañas, se volvía joven. Desaparecían las arrugas de su cara, aumentaba el brillo de sus ojos, el timbre de su voz, resultaba musical. Recordando en voz alta, revivía ante su interlocutor. Traspasaba la frontera de la nostalgia, espantaba la soledad y se asentaba nuevamente en la vida. Se le iba la añoranza y le venía la esperanza. Dejaba de estar solo en el mundo para encontrarse en el centro del mismo. En esa trasmisión verbal hubo un gesto de eternidad: “... Ve a Goizueta, pon una argizaoila para que mis antepasados me reciban. Así completaré el recorrido de mi destierro y soledad. Y no estaré solo sino con los míos, que tampoco estarán solos sin mí...”.