lA cuestión que me planteo es si hemos entendido realmente, y en toda su extensión, la urgencia de la crisis climática y su demoledor efecto sobre los derechos humanos. No somos precisamente muy previsores a pesar de la presunción humana de prevenir y planificar acontecimientos futuros. Cuando el 28 de junio de 1914 asesinaron al archiduque de Austria y a su esposa, en Europa reinaba la paz. Treinta y siete días después, el continente estaba inmerso en una terrible guerra. Algún líder optimista afirmaba que sería una guerra para acabar con todas las guerras. Lo que ocurrió, sin embargo, es que metieron a Europa y al mundo en una guerra brutal cuyo saldo visible fueron 16 millones de muertos y 20 millones de heridos mientras que otros 6 millones de hombres quedaron lisiados para siempre. Con semejante conmoción, parecía que aquello iba a ser un antes y un después, según los analistas. Sin embargo, pocos años después, en septiembre de 1939, comenzaba la Segunda Guerra Mundial, considerada por los historiadores como una dramática continuación de la Gran Guerra con el Holocausto de por medio y tras la crisis del 29, que había venido a sumarse a las durísimas condiciones impuestas al final de la Gran Guerra convirtiendo al mundo occidental en más pobre, desigual y deshumanizado.

Con este panorama, tampoco brilló la capacidad de previsión para ver entre aquel marasmo aunque de tal desastre surgiese la creación de la ONU y la Declaración de los Derechos Humanos en diciembre de 1948, una declaración que señala por escrito el ideal común de todos los pueblos y que da sustancia a muchos ordenamientos jurídicos.

Al iniciar el tercer milenio, la humanidad se enfrenta a otros desafíos globales que han iniciado el camino de no retorno si no aceleramos para poner remedio. Sabemos que la crisis climática no es solo una crisis de la Tierra, es también una crisis de derechos humanos, porque el cambio climático afecta a las economías de todas las naciones, a las instituciones de todos los Estados y, como nos gritan los jóvenes, a la vida en todas sus formas. Lo positivo es que, esta vez, hemos sido capaces de prever la realidad con diagnósticos de la ciencia y unos foros mundiales de diálogo sobre los derechos universales básicos, a pesar de lo que ha costado centrar este grave problema mundial. En épocas de paz no hay nada peor que la indiferencia en la que se escudan los que quieren que nada cambie, los grandes contaminadores que seguirían explotando la naturaleza para su beneficio estúpido, como si ellos no estuvieran sobre el mismo polvorín que el resto.

Ellos tampoco hubieran previsto nunca que una jovencita sueca fuese el icono de la defensa mundial del medio ambiente. No tiene lógica convertir en símbolo a una niña de 16 años, que, obviamente, con su edad y experiencia, no puede ser capaz de entender los mecanismos con los que el mundo, la sociedad, el capitalismo, la política, funcionan. Pero el mensaje esencial ha llegado con ella, y no con los sesudos científicos a los que nadie conoce. Si alguien pretendía verla como un producto más de marketing le está saliendo mal porque el mensaje está calando y es viral. La lucha de Greta ha servido para movilizar a gente joven que ha visibilizado la preocupación mundial por el tema. La joven ugandesa Nakabuye Hilda Flavia ha denunciado en la Cumbre de Madrid que el "racismo ambiental" es el que perdura en África, capitaneado por la industria de los combustibles fósiles.

El cambio climático es un problema moral porque es antropogénico, es decir, que puede producirse por primera vez a consecuencia del ser humano y con consecuencias desastrosas. Aunque la crisis es global, seguimos permitiendo parches parciales, país a país, sin demasiada cooperación por los enormes intereses en juego y celebrando cumbres climáticas fallidas. Pero esta vez parece que los partidarios de que todo cambie para que todo siga igual lo pueden tener más difícil para controlar la explosión solidaria, a pesar de excepciones como las agresiones lamentables de cientos de miles de bombillas navideñas compitiendo entre ciudades a ver quien despilfarra más alto.

La Primera Guerra Mundial desbarató la fe de Europa en el progreso humano gracias a sus logros donde la razón era la guía tras el ocaso de las ideologías. Poco a poco, los objetivos materialistas se impusieron tras las dos grandes guerras aun a costa del equilibrio del ecosistema. La gente comenzó a sentirse atraída no por aquellos en quienes podía creer, sino por los poderosos viendo que sus acciones tenían éxito a corto plazo. Y así fue como las ideologías han sido desplazadas en su mayoría por el culto a la prosperidad mecánica de los avances puramente utilitaristas. Nos vamos convenciendo de que no es posible otra cosa. Y, de repente, surge Greta Thumberg rompiendo el maleficio de la resignación a vivir una prosperidad basada en acumular y consumir que destruye la habitabilidad del Planeta.

Hemos confundido crecimiento con desarrollo. Ante esta verdad y al rebufo de la cumbre climática celebrada en Madrid, solo aspiro a que los estrategas del momento se equivoquen también en las previsiones de que la niña Greta es flor de un día, sus seguidores son coyunturales y en que todo volverá a la funesta realidad anterior a la vuelta de las navidades. Y a que el Brexit no eclipse el problema de la supervivencia.

* Analista