HACE un par de décadas estuve en Perú. Allí, un concejal de la localidad Villa El Salvador me comentó: “Nos hemos vuelto a reunir en Somos Perú todos los que estábamos hace unos años en Izquierda Unida”.

Izquierda Unida fue una coalición creada en 1980 por diversas organizaciones de la izquierda peruana, consiguió gobernar ciudades importantes como Lima o Arequipa y su candidato alcanzó el segundo lugar en las elecciones presidenciales de 1985. Entró en crisis interna en 1990 y se disolvió en 1995. En 1997 nace Somos Perú, otra coalición, esta de orientación socialcristiana, en la que participaron algunos antiguos miembros de Izquierda Unida. Me suelo acordar de aquella conversación porque en Perú, como en el resto del mundo, unirse para volverse a dividir para volverse a unir y para dividirse de nuevo parece ser uno de los rasgos característicos de la izquierda, al menos desde los tiempos de Brian de Nazareth.

Allá por 1986 diversas organizaciones a la izquierda del PSOE concluyeron que la división perjudicaba notablemente la eficacia de su acción política y fundaron Izquierda Unida. Tras diversos abandonos y escisiones, y constatando de nuevo la división y poca eficacia de la izquierda española, en 2010 se celebró una asamblea de refundación de la izquierda y para las elecciones de 2011 se impulsó la coalición Izquierda Plural. El propósito último era un proceso de convergencia y acumulación de fuerzas para crear una nueva organización política plural con capacidad de enfrentarse y dar alternativas al neoliberalismo. Apenas planteado el proceso, surge el 15-M, que expresa el malestar de buena parte de la sociedad española con la situación política y reclama cambios importantes, muchos de ellos ya defendidos por Izquierda Plural y otras organizaciones. Pero la respuesta a las esperanzas suscitadas por el 15-M fue una nueva división en la izquierda. En las elecciones europeas de 2014, se presenta Podemos, candidatura nucleada en torno a Pablo Iglesias y otras personas desencantadas con Izquierda Plural. Su éxito les lleva a convertirse en un partido político asambleario, centralizado y presidencialista que, en las elecciones generales y autonómicas de 2015, se plantea “asaltar los cielos”, ganar por aplastante mayoría, echar a la casta y gobernar en solitario, no conformarse con ser un pitufo gruñón, una sopa de siglas que no pasa de un 10% y tener el papel de muleta del PSOE, como reprocha a Izquierda Unida, organización que por esas fechas sufre una nueva crisis con la disolución de la federación madrileña y conflictos en Andalucía o Asturias.

El 12,67% obtenido por Podemos en las elecciones al Congreso de 2015 le hace corregir su táctica y acepta ir con Izquierda Unida y otras organizaciones en la coalición Unidos Podemos para las generales de 2016. El pacto se renueva para las generales y europeas de 2019, pero se rompe en algunas comunidades y determinados municipios para las elecciones autonómicas y locales; en algunos casos por la propia división interna de Podemos, un partido joven que ha reproducido todas las miserias de los partidos viejos.

La izquierda concurre el 26 de mayo pasado, pues, no en una sopa de letras, sino en un menú de sopas variadas. Tras algunos sonoros fracasos, de nuevo abordamos el eterno debate sobre la unidad y la división de la izquierda. ¿Ha sido la división la causa de los malos resultados, por ejemplo, en Madrid? ¿O la causa es la unidad mal planteada, como afirma el exitoso alcalde de Zamora, el único de Izquierda Unida con mayoría absoluta, o como decía Gaspar Llamazares antes de estrellarse electoralmente por su cuenta? ¿Hay coaliciones de izquierda que no suman, como sucedió hace unos meses en Andalucía? ¿Es la solución a la división impulsar nuevas organizaciones, como se plantea ahora Iñigo Errejón con un partido distinto tanto de Podemos como de Izquierda Unida? ¿Hay que refundar Podemos en un Vistalegre 3? ¿Deben confluir orgánicamente Podemos e Izquierda Unida? ¿Debe ir cada uno por su cuenta? ¿Tiene que haber dimisiones y relevos masivos?

La lógica, y la experiencia, parece enseñar que, aunque a veces hay coaliciones que no suman, y candidaturas que suman más por separado, en general se obtienen mejores resultados electorales, y políticos no electorales, con la acumulación de fuerzas. La derecha la suele practicar con éxito; también se divide, pero menos, y tarda menos en recomponerse. Probablemente porque tiene más claro qué intereses defiende, siempre relacionados con mantener el status quo económico y social. La izquierda suele defender una realidad alternativa, utópica, sobre la que le cuesta mucho más ponerse de acuerdo. Suele caer con facilidad en la tentación del sectarismo, el izquierdismo, el infantilismo de querer tener razón a toda costa, el si no jugamos con mis reglas me voy a jugar solo y, tras los batacazos electorales, el señalar la necesidad de que sean los demás quienes hagan autocrítica. Me temo que las responsabilidades al respecto, si bien no homogéneas ni equiparables, suelen estar bien repartidas.

La refundación de la izquierda (no solo la refundación de Izquierda Unida, o la de Podemos que algunos insinúan) sigue pendiente. No tengo fórmulas mágicas, como no las tiene nadie. Hace años, siguiendo un ejemplo italiano (que luego quedó frustrado), se manejó la idea de convocar unos estados generales de la izquierda -creo que no vendrían mal- donde todas las izquierdas comparecieran sin urgencias electorales, de paisano, a pie, en igualdad, dejando las siglas y los escaños en casa. No para crear otro partido, o movimiento, o coalición, para repartir cargos, ni culpas, mucho menos para hacer listas electorales. Para hablar. Para lanzar ideas. Para analizar errores. Para imaginar objetivos. Y, luego, ya se verá qué organización, qué organizaciones, hacen falta. * Analista