RECIENTEMENTE, paseando por una céntrica calle de Bilbao, se podía ver, trazado con spray negro sobre la persiana de un comercio, un curioso grafiti que decía en euskera: “Islamen Beloa Matxismoaren Ikur” (El velo del Islam es la bandera del machismo). Esto supone una novedad. En primer lugar, no es frecuente que aparezcan mensajes de este tipo en la vía pública: la gente pasaba frente a la persiana y se volvía a mirar con sorpresa. También es obligado recordar la masiva manifestación del 8 de marzo en todo el mundo, con motivo del Día Internacional de la Mujer. Y hay ciertos indicios, procedentes de la misma República Islámica de Irán, foco espiritual de las reivindicaciones integristas de las últimas décadas, que apuntan a la posibilidad de que algo haya comenzado a moverse en el interior de la teocracia machista musulmana.

Hace poco más de un año, en otra calle muy lejana a las de Bilbao, la Avenida Enghelab (Revolución), llamada así en homenaje a las manifestaciones multitudinarias con las que se daba refrendo popular a la toma del poder por los mullahs tras la expulsión del Shah en 1979, tuvo lugar un fenómeno más dramático y comprometido que la ekintza de un grafitero anónimo en turno de noche: las mujeres se quitaban los velos en un gesto de desafío contra la policía moral del régimen iraní. Esto aun no ha llevado a ningún cambio en la situación general, pero sí se ha convertido en bandera de nuevos movimientos y un fenómeno viral. Las autoridades de Teherán lo atribuyen a injerencias de la CIA, mientras los clérigos musulmanes se rasgan las vestiduras y un pueblo insensibilizado por la penuria y largos años de bloqueo mira con apatía. Los jueces, sin atreverse a hacer uso del peligroso recurso de la mano dura, imponen condenas leves basadas en clases de ética islámica. Los medios occidentales, desorientados por la novedad, no saben cómo enfocar un tema que desborda su agenda editorial y sus manuales de estilo basados en la corrección política. Confusiones aparte, algo parece más que probable: las cosas empiezan a cambiar dentro de una de las sociedades más inmovilistas e ideológicamente consolidadas del mundo islámico.

Lo que esto pueda significar es algo que se verá con el tiempo. De momento, lo único que se puede hacer es recurrir a la experiencia histórica del propio mundo occidental con los procesos de democratización y laicismo que acompañaron a la formación de las sociedades industriales modernas. No es disparatado suponer que situaciones similares puedan darse en otras partes del mundo a medida que la tecnología, la urbanización y el materialismo cultural se apoderan del planeta socavando los cimientos de las sociedades tradicionales. Es cuestión de tiempo. Los que creen que las visiones religiosas o ideológicas del mundo tienen alguna posibilidad como modelo alternativo al capitalismo o la aldea global, deberían comenzar por releer sus libros de historia del colegio, si es que aun los conservan. Por un tiempo, Al Qaida, el Daesh o los telepredicadores americanos, con su acción directa o su violencia verbal, pudieron hacer creer a más de un analista timorato que íbamos hacia una segunda Edad Media. Pero el tiempo y la vida moderna terminan poniendo a cada cual en su sitio: a unos, en centros comerciales; a otros, en su reserva amish o en tiendas de campaña perdidas en mitad del desierto. ¿A qué loco se le ocurrió la idea de que, mientras Occidente se descristianizaba, el mundo islámico podía seguir manteniendo viva la palabra del Profeta y las cimitarras en alto?

Un aspecto fundamental en el proceso de secularización de las sociedades modernas lo constituye, sin duda, la política sobre la mujer. Educación, igualdad, lucha contra la brecha de oportunidades, son líneas de acción que, cuando no están presentes, hacen que cualquier proyecto de reforma quede en un simple ejercicio de voluntarismo ideológico. Esto lo sabemos en Occidente desde hace más de un siglo. En Irán están empezando a darse cuenta. De ahí el nerviosismo de los líderes religiosos de la República, las vacilaciones y la confusión a la hora de tomar medidas que compatibilicen la realidad social con su visión de un estado basado en preceptos coránicos y roles ideales distribuidos por sexos. Recuerda mucho a los intentos por parte de algunos regímenes políticos de salvar esencias socialistas ante el avance de la economía de mercado, forzando los hechos de la vida real por medio de la retórica hasta que los propios artífices del engaño se ven obligados a reconocer lo inútil de su empeño. Apostar a favor del fundamentalismo islámico es como pensar que al régimen comunista de Cuba le espera un futuro en las playas de Florida. No sabemos la forma concreta que habrá de adquirir el proceso, pero podemos predecir su resultado: más o menos algo parecido a lo que tenemos aquí, en las calles de Bilbao, donde, para romper la monotonía de todas esas reivindicaciones trasnochadas que ya sabemos, de vez en cuando se ve un grafiti original y provocador.

El velo islámico no es solamente la bandera del machismo (aunque haya turistas del ideal que se empeñan en convertirlo en símbolo identitario de dignidad femenina, resistencia popular en la franja de Gaza o lo que sea). También posee connotaciones milenaristas y puede marcar su pequeño gran hito en la historia. Según los Evangelios, cuando Jesús muere, se rasga el velo del templo de Jerusalén y aquello representa un cambio de señal en el semáforo de los tiempos. El movimiento de protesta velos fuera de la Avenida Enghelab de Teherán, en el mismo lugar donde el Ayatollah Jomeini declaró la Guerra Santa a Estados Unidos y el segundo embargo de petróleo contra Europa, va más allá de un algara protagonizada por unas cuantas revoltosas provistas de teléfonos móviles. Con el tiempo, irá transformándose en una reivindicación en pro de la igualdad tan perentoria como la que el pasado 8 de marzo salió a hacerse visible en las calles de todas las ciudades del mundo civilizado.