Memoria histórica y justicia a la española
LAS protestas contra el escandaloso fallo de la Audiencia Provincial de Navarra sobre La Manada que elude calificar los hechos como violación y en el que están implicados un guardia civil y un militar español, debieran servir también como oportunidad para reclamar el restablecimiento de una justicia propia. De hecho, además de Juntas/Cortes y Diputaciones, hasta el siglo XIX el autogobierno foral incluía Tribunales de Justicia. Para las relaciones entre el ordenamiento foral y el derecho castellano/español se empleaba el pase o carta foral: una suerte de recurso de revisión constitucional que habilitaba a las instituciones autóctonas a juzgar si las leyes de la monarquía se ajustaban o no a los fueros. Además, existía un derecho de apelación ante la sala especial para asuntos forales de la Audiencia/Chancillería de Valladolid. Ese sistema de checks and balances funcionó durante siglos hasta que, unilateralmente, Madrid lo hizo desaparecer invocando la unidad constitucional. Como sucediera antes con los decretos de Nueva Planta empleados contra el autogobierno de Catalunya, tras la pérdida del imperio transoceánico el gran-nacionalismo español se cebó con los territorios forales y diferentes leyes abolitorias posibilitaron a la justicia española establecerse allende el Ebro. Sin embargo, en el siglo XX, haciéndose eco del derecho histórico a impartir justicia, el Estatuto de Estella, en su artículo 15, reconocía al Estado autónomo vasco la competencia para juzgar, así como el derecho a disponer de una administración de justicia propia. Más tarde, el mermado texto del Estatuto de 1936, en su artículo 3, también reservaba para Euskadi la organización de la Justicia en sus diversas instancias, salvo la militar, así como que la designación de magistrados y jueces estaría a cargo de la región autónoma, siendo condición preferente el conocimiento del Derecho Foral y el de la lengua.
Eludiendo esa tradición de autogobierno judicial, ni el Estatuto de Autonomía de Gernika ni el Amejoramiento Foral dotaron a ambas comunidades con competencias propias para administrar justicia, tal y como disponen Escocia o Quebec. Por el contrario, la Constitución de 1978 reservó al poder central, es decir a la nación española, la administración de justicia. Hasta la fecha, tampoco la interpretación de la Disposición Adicional Primera ha incorporado al autogobierno autonómico la justicia. Por consiguiente, en los territorios forales la justicia la imparten jueces y magistrados españoles, aunque lo hagan a través de la Audiencia Provincial de Navarra o del Tribunal Superior de Justicia de Euskadi. No está de más recordar que carecer de la potestad de administrar justicia es tal vez el signo más evidente de minorización societaria, minorización a la que en concreto se somete a la población vasco-navarra desde hace un siglo, excluida de poder hacer justicia en su propio territorio, como si fuera incapaz o como si esa justicia fuera a ser peor que la española.
Para poder entender lo que debieron significar las leyes abolitorias forales -sustentadas, como reconoció Cánovas, en el derecho de guerra-, el artículo 155 y la suspensión de la autonomía catalana proporcionan alguna pista. Solo que entonces, y con un carácter que resultó definitivo, España suprimió el autogobierno foral y liquidó la autonomía de la mayoría de las instituciones vasco-navarras. En su lugar impuso un aparato provincial sometido, a la manera jacobina, a una administración central, salvo “provisionalmente” en materia fiscal, dado que la Hacienda española carecía de datos. Durante el siglo XX, sucesivas dictaduras españolas agravaron el proceso de desnacionalización de la Vasconia peninsular y la asimilación forzada al modelo cultural castellano fue brutal, a golpe de vara y anillo en las zonas euskaldunes, mientras para las élites vascas, el nacional-catolicismo castellanizante promovió un modelo educativo de internado monolingüe.
A pesar de la intensa propaganda, la restauración monárquica consolidada durante la santa Transición no ha resultado tan ejemplar como se ha pretendido durante años. Ha venido acompañada por un supremacismo normativo y judicial que ha ahogado las ilusiones depositadas en el autogobierno autonómico, que hoy sobrevive desconectado de las instituciones europeas y reducido esencialmente a tareas de gestión. En términos culturales, la infantilización neoliberal de las masas se ha venido combinando autóctonamente con una suerte de etno-folklorismo gastronómico, aupado a rasgo diferencial con vocación de atracción turística universal. Mientras, el desconocimiento que demuestra la población vasca sobre su pasado institucional es inquietante. No se entiende cómo se ha podido transmitir tan poco conocimiento histórico durante cuatro décadas, a pesar de gestionarse un ámbito tan relevante como la educación.
En el contemporáneo contexto español de corrupción generalizada, el procés catalán ha estimulado una operación de Estado destinada a facilitar la recomposición de la derecha española. Buena parte del franquismo sociológico que ha sostenido con su voto los intereses agrupados en torno al PP, se está desplazando hacia el neofalangismo de Ciudadanos, la nueva moneda acuñada para dar expresión a la España eterna. No debiera descartarse que como antes ya sucedió con las de AP y UCD, las siglas del PP desaparezcan. En ese contexto de recambio lampedusiano, cabe interpretar que Ciudadanos es un proyecto transitorio para permitir al establishment, o La Casta en términos latinos, volver a ubicarse políticamente. El discurso de personajes como Rivera o Girauta y sus proclamas de que además de Catalunya, “Cuba es España, Portugal es España” está en línea con la España joseantoniana y es alimentado por sus patronos del Ibex 35, Faes y Fedea con un objetivo estratégico: configurar junto al PP o PSOE una mayoría absoluta, neoliberal y nacional, que actúe sin complejos.
Aunque cada vez más tímidamente, en España solo Podemos, se ha declarado a favor de reconocer la plurinacionalidad de la ciudadanía, es decir, es el único partido español que dice respetar el derecho a que los ciudadanos decidan sobre su identidad nacional, en lugar de que, como sostienen las demás fuerzas españolas, la decisión sobre la identidad nacional competa al Estado, a quien se le reconoce el derecho a imponer una misma y única confesión nacional/religiosa sobre toda la ciudadanía. Así, puede decirse que el bloque del 155 comparte la misma perspectiva nacional supremacista: la de que solo existe una única nación verdadera. Un dogma que unos justifican desde un anclaje tradicionalista y otros desde una perspectiva que se pretende progresista. Las diferentes versiones del nacionalismo hispano comparten la misma visión esencialista de la nación y del Estado. Para justificar ese gran-nacionalismo español suelen acusar a las minorías disidentes, que no comparten ese proyecto político, de particularismo, Así, para el nacional-constitucionalismo ser español es un destino en lo universal, y todo lo que antecede al marco constitucional, como el conjunto de instituciones históricas del autogobierno vasco, navarro o catalán, es un privilegio y un atavismo.
Arrinconada en un portal mediático donde diferentes grupos comunicativos abusan de su superioridad, intimidando su pensamiento y manipulando su actuar a diario, la sociedad vasca parece haber perdido la memoria. Tras el fallo sobre La Manada y en previsión del que pueden estar preparando para los de Altsasu, ni los parlamentos de Gasteiz o Iruñea han recordado que en los territorios forales la justicia española es consecuencia de una imposición, como tampoco las fuerzas soberanistas, la mayoría sindical o el movimiento feminista han reivindicado la recuperación de una administración de justicia propia para Euskal Herria.