El error del siglo XX
ES muy pronto para reflexionar, en la segunda década del siglo XXI, sobre lo que nos está pasando, pero sin duda se debe a decisiones que, queriendo resolver los retos del pasado siglo XX, son las causas de los problemas que tenemos. Trataremos de ceñirnos a esta pequeña parte del mundo que es Occidente y al entorno de los países llamados desarrollados, y con Europa como ejemplo. La historia nos dice que volver atrás no es posible y que sólo con cierto sentido de anticipación se puede acertar más en lo que pretendemos a futuro, algo que está fuera de la orientación de la política del corto plazo. Dentro de los problemas de hoy, podríamos referirnos al sistema de pensiones, a la transformación y dimensión de los empleos, a la igualdad de oportunidades, y a otros como los modelos educativos que permitan una convivencia en un espacio de alta diversidad, de evolución tecnológica y de movilidad social y laboral. Pero no se trata de retomar aquí los problemas de todos los días, que son, como decimos, resultados de otras decisiones del pasado, que sí conviene recordar.
Si en algo se caracterizan el siglo XX y el XXI en mayor medida, además de por la aplicación de los derechos ciudadanos es por el desarrollo tecnológico. Es decir, por la aplicación de la ciencia a la resolución de situaciones cotidianas como desplazarse entre localidades, lavar la ropa o hablar con un amigo, lo que durante siglos habían tomado una forma estable y rudimentaria siempre muy limitada en sus posibilidades. El siglo XX se caracterizó por la aplicación de la ciencia a la industria a través del empleo de la energía en sus diferentes formas para mover. Desde un tren, un coche o un ascensor como grandes máquinas, hasta un molinillo de café, una lavadora o una afeitadora en los domicilios. Esto transformó totalmente las viviendas y los modos de vida y se completó a partir de los años 60 con los medios de comunicación masivos, como la televisión y la telefonía. Mas tarde, en los 90, con la comunicación ubicua y el acceso a la infinidad de servicios que proporciona Internet y los teléfonos inteligentes. Le seguirá el Internet de las cosas y otros modos de interacción de máquinas y personas.
Esta doble revolución de la energía y de la información ha afectado y seguirá afectando de manera radical a la productividad de los trabajos, en escalas de dos y hasta de tres cifras. Los costes operativos en las operaciones administrativas, por ejemplo en los bancos, se han dividido por 200 en los últimos treinta años. Y esto empieza a extenderse a muchos otros oficios y seguirá así, visto el desarrollo y crecimiento de las capacidades exponenciales de los sistemas informáticos y las velocidades de las redes de comunicación. Los que conocemos los medios tecnológicos desde los años 70 sabemos que lo que tenemos en la mano, ese pequeño aparato, es mil millones de veces más potente que el ordenador de una empresa informática de aquellos años. Y hay 4.000 millones en el mundo.
Parecería razonable que, ante esta avalancha de capacidades energéticas, tecnológicas y de comunicaciones, el trabajo y la dedicación al mismo hubiera sufrido en estos años una transformación a la baja de cierta envergadura. Pero no es así. Desde 1970, la dedicación al trabajo ronda las cuarenta horas semanales, unas décadas antes era cincuenta, y los recientes y modestos intentos de reducción a 35 han sido abandonados. Si tomamos como referencia 1980, con cuarenta horas semanales de trabajo, y considerando un incremento de la productividad de un 2% anual por efecto de la tecnología, necesitaríamos trabajar veinte horas a la semana, la mitad ni más ni menos, para lograr los mismos resultados. Y si proyectamos este efecto en cien años, trabajaríamos un día a la semana. En caso contrario, de seguir consumiendo y trabajando las mismas horas, tendríamos que multiplicar por siete el consumo actual, algo insostenible. En algún punto se romperá esta tendencia hoy artificialmente sostenida por el paradigma del crecimiento económico.
Lo que ha ocurrido, y es el error del pasado siglo XX, es que hemos destinado este increíble potencial de reducción de tiempo para producir más y consumir más a costa de un crecimiento económico cuantitativo y no de calidad de vida. No hemos sabido ni querido dar a la tecnología un uso destinado a crear riqueza social, a hacer lo que llamamos ahora, muy tarde, tecnología social. Hace una generación, con un salario digno se sostenía a una familia de cinco miembros y hoy solo da para sostener a 1,7 personas de la familia. Es normal que se considere que la edad de jubilación debe retrasarse y que la incorporación de la mujer al trabajo sea un requisito de sostenibilidad de la sociedad, además de una opción irrenunciable por la igualdad de género. Pero esta igualdad tal vez se podría haber enfocado repartiendo el trabajo familiar en dos jornadas de veinte horas semanales, con lo que la disponibilidad de tiempo para la educación de los niños, la formación propia, las labores comunitarias y el cuidado de diversos miembros de la unidad familiar tendrían recursos abundantes y de alta calidad. “Tenéis más cosas pero vivís peor”, es una expresión que se repite con frecuencia por quienes desde una cierta edad evalúan tiempo pasado y presente.
El camino tomado en el fin de siglo XX y comienzos del siguiente han sido los de acelerar el crecimiento económico como garantía del estado de bienestar al considerar que sólo de los impuestos es posible obtener los recursos para atender las necesidades colectivas de educación, infraestructuras, salud y organización social. El riguroso control del déficit y la aceptación de esta filosofía por los partidos más sociales dentro de Europa dio hace unos años la puntilla a esta otra forma de entender la riqueza social. El sistema público, en consecuencia, ha sido el que ha ido creciendo en sus presupuestos, pasando en España de 1,8 millones de funcionarios a casi tres millones en treinta años, y ha tirado del sistema económico empresarial como garante de sus recursos. Para ello hay que producir y consumir en una carrera sin fin en la que la tecnología ha alimentado la productividad, sin apenas reducir la dedicación al trabajo, es decir sin haber ampliado el tiempo social necesario para alimentar el sistema productivo. Sin embargo hay ejemplos significativos en los que los indicadores de salud comunitaria de los mayores, tienen mucho más que ver con la existencia de apoyos de acompañamiento, de redes de atención comunitaria y de actividades sociales para ellos, que con el presupuesto de los servicios médicos o sociales correspondientes.
Este tiempo social, siempre tan necesario, es la oculta y denostada economía reproductiva, que no se refiere solo al relevo poblacional, tener hijos, sino a muchas actividades y trabajos de una economía no visible o economía del cuidado, nunca remunerada ya que ha estado sostenida por principios morales o de obligaciones familiares. Esta economía está desapareciendo definitivamente por el apetito irresistible del crecimiento económico, que conduce a maximizar el empleo y los empleados, como único garante de un sistema del bienestar que se extingue en recursos sociales. Pequeños rescoldos aparecen hablando de la economía circular o de la economía colaborativa como respuesta a futuro, pero no dejan de ser mínimos respecto a la tendencia creciente del centralismo social y el abandono de la comunidad y lo próximo como espacios de cultivo de recursos sociales de alta cualidad. Otra consecuencia derivada de este error del pasado siglo en la distribución del tiempo social, y en los beneficios que la tecnología hubiera aportado, es la desigualdad que se asienta y crece en la distribución de la renta y los entornos laborales. Es también debido al uso de la tecnología sólo como factor productivo y la asignación de sus beneficios a una parte reducida de la población.
En síntesis, el camino que ha tomado el uso social de los recursos que son el tiempo, el conocimiento, la tecnología y su organización social nos conduce a un estrangulamiento del tiempo social o reproductivo, independiente del genero y la edad, para volcar todo el tiempo disponible y todas las personas hábiles en la actividad económica y de crecimiento del consumo, con consecuencias en la sostenibilidad del entorno y en la calidad de vida. Este es el modelo de sociedad dominante que hemos creado y al que los demás países en desarrollo orientan el rumbo de sus economías en este auge de la globalización económicamente igualadora. Tal vez algunas regiones o colectivos sean pioneros en alumbrar y experimentar otros modelos más inteligentes y esperanzadores en términos de calidad de vida, aumentando la disponibilidad de tiempo social y de desarrollo personal y colectivo.