CASUALIDAD o no, todos los años llueve en Semana Santa. Con serenidad, esperamos las lágrimas de sevillanos, malagueños o vallisoletanos que se restriegan los ojos ante la imposibilidad de sacar sus pasos llenos de flores y velas. La verdad es que es mala suerte. Lo más triste es que se anulen las representaciones de la Pasión Viviente. Verá, yo tengo un remordimiento que nunca he podido pedir perdón a quién se lo causé. Una noche de Televisión -no sé si llovía o eran las lágrimas de la madre del Jesús de Balmaseda- en una tertulia televisiva se planteó el tema de Semana Santa y las costumbres tradicionales. Hubo dos grupos de invitados. Los que creían en Dios -una era yo- y los ateos. Cada uno expuso sus razones. A mi lado estaba una señora feliz. Su hijo iba a ser Jesús en la representación viviente. Y allí se armó. Los tertulianos encontraron ridículo ese teatro y, además, vulgar. La mujer que había acudido al programa, creyéndose protagonista, empezó a mirar a todos con los ojos a punto de salírsele de las órbitas. Su hijo, su hijo guapo, alto y moreno, estaba siendo cuestionando a través de la pantalla de televisión. Si a mí me remuerde la conciencia es porque yo también critiqué aquel espectáculo. Cuando volvimos a casa, en el coche de producción, la mujer lloraba sin parar, vomitó y no veía la hora de llegar a su domicilio. Aquella noche no dormí, avergonzada, porque llegué a presumir con los no creyentes de aquella fantochada. Más de una vez he pensado en la frase de “quien se avergüence de mí, yo me avergonzaré de él en el cielo”. Creo que la miseria humana me hizo sentir, por un momento, que lo políticamente correcto era esa postura. Han pasado los años y me entristece no haberle pedido perdón y darle la enhorabuena porque su hijo iba a ser el rey del pueblo.
Ahora, respeto todas las costumbres de la Cuaresma y siento verdadero dolor por aquella mujer, orgullosa de tener un hijo que iba a ser el Cristo. Todo el año había soñado con Semana Santa, todo el año había mirado el cielo esperando que fuera benigno, para que su hijo no sufriera al caminar descalzo con el peso de la cruz.
No me gustan las procesiones pero, desde entonces, venero la piedad de los participantes, la emoción de las saetas, el sacrificio de los cofrades y los porteadores que llevan a hombros los pasos religiosos. Me emocionan los que van descalzos tapados con el capirote -la costumbre de tapar la cara, viene de la coroza que ponían a los presos que iban a matar en la Inquisición-, el corazón se pone en un puño ante los picados de San Vicente de la Sonsierra -no he podido verlo más que un día por la cantidad de sangre y dolor- que se azotan en la espalda. Son jóvenes anónimos con la cara tapada que se flagelan la espalda para pedir perdón por sus pecados. Se llaman picaos porque, después de 800 azotes, otra persona les pica las heridas con una bola de cera con cristales puntiagudos para que sangren. Doce heridas en la espalda, seis a la derecha y seis a la izquierda, por los doce apóstoles.
No sé, quizás ver el mundo por dos agujeros en esa coroza hace que todo sea distinto.
Me he hecho mayor y respeto las tradiciones. Cada pueblo tiene las suyas y, aunque sean medievales, verlas como espectador, sirven para ser un poquito más buenos. En nuestro país hay tantas? Los empalados de Valverde de la Vera, que llevan un travesaño atado a los brazos; el cautivo de Málaga y la liberación de un preso, el rompido que volverá atronar la ciudad a las 12.00 del mediodía en Calanda. Los tambores de Calanda cortan el silencio del mediodía simbolizando el duelo de la naturaleza por la muerte del creador. Más divertido, celebran el Viernes Santo en León con el entierro de Génerin, un borrachín que murió hace muchos años atropellado y es muy querido por los habitantes?
?pero luego llega Pascua Lentamente vamos olvidando que después de la Semana Santa llega la Pascua. Muchos niños no saben el porqué de los huevos y los conejos de chocolate. Los ven en los escaparates y los piden a sus padres como un dulce más. En la zona de Catalunya y Valencia está muy arraigada la costumbre de las monas de Pascua que suelen regalar los padrinos a sus ahijados. Son roscones con huevos dentro. Aquí hemos cogido el colorido de una tradición sin saber muy bien cómo empezó. Pero cuentan que en toda la Cuaresma no se podían comer huevos y, por eso, en Pascua se celebraba con gran ilusión este día y los huevos se pintaban y se envolvían en papeles de plata. También otra tradición cuenta que el Miércoles de Ceniza se bendecían los huevos y se regalaban pintados como un signo de buena suerte a los amigos.
Cuando mis hijos eran niños, ponía huevos a cocer y luego les dibujaba caritas, les ponía pelos de lana y los vestía para colocarlos en el plato el día de Pascua. Además, de postre tenían un huevo de chocolate.
La costumbre del conejo de chocolate la he aprendido mucho más tarde. Hay muchas versiones. Cuentan que en estas fechas un conejo grande iba por todas las casas dejando huevos de chocolate. Otra historia más audaz asegura que en Pascua el conejo tenía la posibilidad de poner huevos y sus huevos eran de colores y de chocolate. Una leyenda más sagrada asegura que un conejo se metió en la tumba de Jesús y cuando vio el tercer día que Jesús resucitaba, salió corriendo para poderlo contar pero, como no sabía hablar, regalo a todos los niños huevos de chocolate.
Excalibur existe Una niña que no buscaba huevos de chocolate se bañaba hace unos días en el lago Dyuch, al suroeste de Escocia, y encontró una espada. El Dyuch es el de la Dama del Lago y según las leyendas artúricas es dónde el rey Arturo lanzó su espada para que la guardara el hada del lago. La espada dicen que puede ser Excalibur, mide más de un metro y es igual que las réplicas que se han imitado como Excalibur. La autenticidad de la espada da muchas vueltas a la mitología, porque si el rey Arturo no existió, ¿cómo es posible que la misteriosa dama del lago vuelva a sacar de las profundidades del agua su espada?
Quiero pensar que es verdad, que existieron Ginebra, Lancelot, Merlín, el conejo de chocolate y Arturo. Y usted pensará ¿para qué? Simplemente para sentir la atmósfera de sueño que llena de melancolía la nostalgia de la irrealidad.
Creo que tiene que existir en el más allá la isla de Abalon de Arturo, donde se encuentran nuestros héroes -reales o soñados- y todos a los que hemos amado. Nunca he pensado que se van, se quedan como mis dos hermanos en la ría. Lanzamos sus cenizas, pero después salen volando a un lugar que no sabemos dónde está, pero está.
Mientras, en estos días comemos torrijas, tostadas, huevos y conejos de chocolate. Siempre, aunque llueva, después de la Semana Santa escampa y llega la Pascua de Resurrección.