LA intensa nevada que cayó ayer sobre Euskadi, catalogada como la más importante en tres décadas o al menos comparable a las más importantes desde 1985, constituyó un desafío para los servicios públicos del que, pese a algunas críticas nada desinteresadas, estos salieron más que relativamente airosos. Sin negar que la nieve tuvo como consecuencia colapsos momentáneos de las carreteras, en la mayor parte de los casos más por escasez de prudencia o previsión de los usuarios, y retrasos y afluencia multitudinaria en el transporte ferroviario; lo cierto es que Euskadi se repuso en apenas tres-cuatro horas de un fenómeno que las tablas metereológicas definen en nuestro país como raro, la nieve a nivel del mar, más aún si como esta vez no se produce por flujos fríos del norte hacia el nordeste sino por una corriente helada procedente del este con una temperatura mínima del aire de -3,4o a las tres de la madrugada. En ese sentido, la previsión de lo inhabitual fue atinada, tanto al adelantar la intensidad del fenómeno como en su concreción horaria, y de buscar algún reparo a la misma habría que hacerlo en todo caso a la reiteración de alarmas climatológicas en los últimos tiempos que quizá han relativizado la respuesta de los ciudadanos, mediatizada asimismo porque la mayor -casi única- incidencia de la nevada tuvo lugar en las horas del día con mayores necesidades de desplazamiento en las distintas redes de transporte y comunicación vascas. Tomado todo esto en consideración, también su afección a la efectividad de los servicios de atención y limpieza de las carreteras y vías principales de nuestras ciudades -que estaban activados en su totalidad prácticamente desde el primer momento- cabe considerar que el regreso a una normalidad más que relativa para el mediodía de ayer en la mayor parte del territorio solo puede ser resultado de una labor acertada. No se puede pretender que un fenómeno meteorológico como el que ayer se cernió sobre Euskadi no tenga ningún efecto en la cotidianidad de la ciudadanía, al menos no sin destinar a lo que se sabe tan inhabitual que apenas acontece una vez cada tres décadas unos recursos fijos igualmente inhabituales que, a buen seguro, los mismos que ayer cuestionaban el trabajo de los servicios públicos catalogarían entonces de dispendio innecesario.