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Protagonismo judicial y ‘procés’

LAS elecciones catalanas del pasado 21 de diciembre en Catalunya eran una buena oportunidad para, a partir de ellas y de la consiguiente renovación del Parlament y formación del nuevo Govern, iniciar un proceso de desjudicialización del procés, marcado desde sus inicios y a lo largo de todo su desarrollo por una excesiva intervención judicial. Baste reseñar que desde el inicio del curso, en septiembre, hasta las elecciones del 21-D, en poco más de tres meses, pueden contabilizarse nada menos que alrededor de medio centenar de procesos abiertos y casi una treintena de políticos investigados (algunos de ellos permanecen presos, otros en libertad provisional) en el curso de los procedimientos en tramitación en estos momentos. Son datos reveladores de una sobrejudicialización, a todas luces anómala, que condiciona constantemente las relaciones políticas en Catalunya.

Pero no solo no ha sido posible apreciar después de las elecciones del 21-D ningún cambio en la deriva judicializadora seguida hasta el momento sino que, por el contrario, hay que constatar que esta se ha mantenido también después. Ni siquiera en el contexto de los trámites (bastante accidentados, por cierto) para la formación del próximo gobierno, que en principio siempre es el terreno más propicio para que actúen las formaciones políticas, más que las instancias judiciales, ha sido posible prescindir de la intervención de estas últimas. Lo que, al margen de las consideraciones de orden judicial que pueden realizarse, no hace sino introducir factores que no contribuyen precisamente a facilitar el tratamiento de las cuestiones de naturaleza netamente política, como es la formación del gobierno tras las elecciones.

La serie de incidentes judiciales que se están sucediendo son una muestra ilustrativa de lo que venimos diciendo. Cuando todavía no había finalizado el recuento de los votos del 21-D ya se nos anunciaba que la vía penal seguía su curso, avanzando incluso las fechas de los juicios para el comienzo del próximo curso. Inmediatamente después, se dictaba el auto de la Sala de Apelación del Tribunal Supremo por el que se denegaba la libertad provisional del vicepresidente del Govern, basando esta decisión no en la actividad realizada por el procesado sino en la que se presume que va a realizar en el caso de acceder a la libertad provisional, revelando así la inclinación del alto tribunal por el uso de una justicia preventiva que volverá a reiterarse en decisiones judiciales posteriores.

La constitución del nuevo Parlament y, a continuación, los trámites para la investidura del president y la formación del nuevo Govern han proporcionado, asímismo, una buena ocasión para proseguir la intervención judicial, que no solo no ha cesado en el nuevo marco poselectoral, en el que el protagonismo corresponde al Parlament, recién constituido, y al govern, por formar, sino que incluso se ha intensificado. Ahora, además, proyectando los efectos de la intervención judicial fuera de nuestras fronteras -Bélgica primero, Dinamarca después...- a través de la activación de la euroorden, aunque en este caso las discrepancias entre la fiscalía, partidaria de su activación, y el instructor, contrario a ella, impidieron entonces hacer efectiva su aplicación.

En cualquier caso, lo cierto es que el protagonismo judicial ha desplazado por completo a los actores políticos, que son a los que en buena lógica les correspondería desempeñar el papel central; con más razón aún en un momento como el actual, en el que se está tratando de formar gobierno por los parlamentarios recién elegidos. Aunque más que el hecho de la intervención judicial en sí, que en principio no es rechazable siempre que se produzcan vulneraciones de la ley -que las ha habido, tan flagrantes como innecesarias-, lo que sí plantea serios problemas es la forma y los términos en los que esta intervención judicial se está llevando a cabo; muy cuestionable, de acuerdo con los criterios que han de guiar la actividad de las instancias judiciales en el Estado de derecho.

En este sentido, y sin entrar en estas líneas en aspectos puntuales del desarrollo del proceso penal, la más que discutible calificación por el magistrado instructor de la conducta de los encausados como delito de rebelión -además de otros como la sedición, malversación, prevaricación y desobediencia- marca, ya de entrada, una orientación del proceso penal que inevitablemente tiene unas implicaciones políticas que no es posible soslayar. No es de extrañar, por tanto, que las resoluciones judiciales del instructor del Tribunal Supremo estén basadas en más de una ocasión en consideraciones extrajurídicas muy discutibles (el delito de rebelión induce a ello) y en inducciones preventivas sobre lo que pudiera ocurrir, más que en la evaluación objetiva, de acuerdo con los criterios jurídicos habituales, de los hechos realmente ocurridos.

No son ajenos a esta forma de plantear la intervención judicial, y más concretamente a que esta se centre en la vía penal y tenga como eje el delito de rebelión, los problemas que tienen las instancias judiciales españolas para hacer efectivas sus resoluciones fuera de nuestras fronteras. Así se ha puesto de manifiesto con la renuncia unilateral a activar la euroorden, primero en relación con Bélgica y luego con Dinamarca; lo que ha llevado a algún comentarista a señalar, con expresión gráfica, que las instancias judiciales españolas se colocan voluntariamente en una situación de “presunción de pretensión inaceptable de sus propias resoluciones judiciales”, por temor a que la euroorden a través de la que se formalice la petición de extradición no halle recepción en otros países europeos, al menos en relación con el delito de rebelión.

Puede afirmarse que el verdadero 155 del que tanto se habla, está teniendo de hecho una expresión predominantemente judicial, y más concretamente penal, recurriendo a una tipificación delictiva de las conductas -la de rebelión es la más destacable, pero no la única- más que discutible (por emplear un término suave) que, lejos de ofrecer soluciones viables, está contribuyendo a dificultar más las salidas posibles a la situación actual. El hecho de que en el desarrollo del procés sus principales protagonistas hayan incurrido en un cúmulo de comportamientos abiertamente ilegales, no justifica cualquier medida que se tome para hacer frente a la situación. Y no faltan razones para cuestionar, de acuerdo con los criterios que rigen la actuación judicial en un Estado de derecho, una buena parte de las medidas que se están tomando desde las instancias judiciales.

Al calor de este activismo judicial ha surgido una corriente judicialista que jalea acríticamente, como se refleja en los medios, todas las medidas judiciales que se están adoptando, viendo además en ellas el baluarte defensivo del Estado de derecho, amenazado por la inacción y la pasividad de los demás poderes del Estado, en especial del legislativo. Independientemente del éxito que puedan estar cosechando en el momento actual estas tesis, conviene advertir que no es sino la manifestación de la crisis institucional en la que estamos inmersos y que estos planteamientos contribuyen a agravarla más aun. La experiencia demuestra que en los procesos políticos el protagonismo judicial nunca es bueno y que la intervención de los tribunales debe reducirse al mínimo, muy especialmente en lo que atañe a la vía penal.

Aunque a la vista de cómo se viene desarrollando el procés, sobre todo en este último periodo, resulta más que aventurado hacer cualquier predicción sobre cómo puede transcurrir la legislatura que ahora comienza, lo cierto es que ya en el momento presente se han ido acumulando una serie de procesos penales que, sin duda, van a marcar de forma determinante el desarrollo de toda la legislatura. Si bien las perspectivas ante el futuro, dada la anómala situación actual, no pueden dejar de ser inciertas en todos los aspectos, no estaría de más hacer un esfuerzo para tratar de reducir al mínimo el activismo judicial (y tampoco estaría de más evitar, por la otra parte, dar motivos para ello); lo que, sin duda, sería una buena aportación para poder recobrar una normalidad institucional que, hoy por hoy, constituye uno de los principales problemas a los que ha que hacer frente la ciudadanía catalana.