Me suelen decir a menudo en casa que soy más considerado con “los de fuera”. Así, cuando a quien me atiende veo que se le acumula la labor, procuro, si no es urgente la cuestión, no atosigarle y facilitar su trabajo, si puedo. Y no me considero por ello un ser especial.

Nuestra sociedad avanzada (en algunos aspectos, que no en otros) se ha acostumbrado demasiado a mirar para sí misma, a exigir y reivindicar, y más bien poco a considerar al otro e implicarse en buscar las soluciones. También a luchar y tener que defender su puesto de trabajo, y pelear después para que no lo saturen de contenidos, poco prácticos a menudo, o puramente justificativos. Asimismo, hay que decirlo, hemos caído en el error de exigir a las instituciones que nos lo resuelvan todo, un todo cada vez mayor, que no resulta fácil atender debido a la creciente burocracia y a las habituales luchas de poder.

En resumidas cuentas, no paramos de reclamar de otros las soluciones y exigir -exigirnos también en este embrollo, porque nuestra mentalidad competitiva lo exige-, esperando casi siempre además que otros nos organicen la colaboración. “Para competir”, leo hoy en prensa que recetan los empresarios para salir de la “crisis”. Así las cosas, es habitual que nuestro talento permanezca escondido y a buen recaudo, no vaya a ser que la marabunta sonámbula, cebada televisivamente de imbecilidad, arrase con nuestros dones y talentos, y con nuestros esfuerzos.