Como bien nos decían en la universidad, una cosa es el derecho y otra la justicia. Y si bien el ideal del derecho es siempre hacer justicia, no debe
confundirse el conjunto de normas y leyes de una sociedad, con el ideal de la justicia. Pero cuando el derecho se (re)interpreta en base a los intereses del Estado, obviando hechos para construir relatos de acuerdo con unos fines premeditados, entonces el derecho pierde de vista a la justicia. Como en Alsasua. Como en Catalunya. Se fuerzan los hechos para interpretarlos en busca de un castigo que busca el temor. Se busca amedrentar a quienes osan cuestionar alguno de los tabúes de este nuestro estado de “derecho”. Si ya era bárbaro pedir cincuenta años de carcel por un tobillo roto en una pelea de taberna, ahora se superan todos los récords del despropósito, con medidas propias de un estado de excepción, en el que la prisión preventiva para electos que no han participado ni promovido la violencia, se convierte en un escarmiento, en un “aviso para navegantes”. Lo disparatado de las acusaciones de sedición y rebelión, remarcado una y otra vez por tantos juristas, deja al descubierto la parcialidad de una aplicación interesada y torticera del derecho. Igual que la constitución no acaba en lo referente a la unidad del estado, el derecho no es, no debería ser, el arma para callar la disidencia y ocultar una inmensa ineptitud política, aferrada al autoritarismo y carente de cualquier fundamento democrático. La legalidad puede ser en ocasiones cuestionable, la manipulación lo es siempre.