Han pasado casi cuarenta años, 39 para ser más exactos, desde que el Estado español aprobara la Constitución que, se suponía, ponía fin a cuatro décadas largas de dictadura franquista y abría las puertas a la modernidad y la europeidad de lo que hasta entonces había sido la reserva espiritual de Occidente. Los que en aquel diciembre de 1978 tenían cumplidos los 18 años estaban llamados a las urnas para poner punto final a las páginas más negras de la historia del siglo XX en España. Esa norma, aún vigente, fue aprobada entonces con el 87,78% de votos favorables, aunque la participación de la ciudadanía en el referéndum hacía que solo el 58,97% del electorado diera su aprobación a la Carta Magna. Desde entonces, como digo, han pasado 39 largos años. Es por ello que de los 46,5 millones de habitantes que ahora tiene España, tan solo 12,7 millones vivían cuando fue aprobada la Constitución. Si extrapolamos el dato del 58,97% de los que entonces dieron el sí al cambio de norma, veremos que tan solo 7,5 millones de los españoles de hoy en día respaldan el texto constitucional. O lo que es lo mismo, un 16,1% de la población. Si este dato no es suficiente para que los políticos den un paso al frente y se planteen la remodelación del texto constitucional, no sé a qué esperan. Una Constitución debe ser un ente vivo, que se adapte a los tiempos. No puede vivir anquilosada en el pasado y tiene que estar al servicio de los ciudadanos, no para cohartar su libertad. Si no lo hace, es una hoja muerta.
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