Vértigo
DÍAS de vértigo se han vivido en Catalunya desde el 1 de octubre. Ese domingo tuvo lugar el referéndum previsto en la ley del mismo nombre aprobada por el Parlament de Catalunya en el pleno -manifiestamente mejorable en las formas- de los pasados 6 y 7 de septiembre. Una ley que, como la Ley de Transitoriedad, fue suspendida por el Tribunal Constitucional (TC) y por consiguiente considerada ilegal por el gobierno de Mariano Rajoy. Hasta unas horas antes, el gobierno de Madrid negó que pudiera realizarse el referéndum porque no había ni urnas, ni papeletas, ni sindicatura electoral, ni censo, ni colegios o mesas electorales? Pero hubo urnas, papeletas, mesas electorales y, sobre todo, más de dos millones de personas que votaron a pesar de las cargas de la Policía y la Guardia Civil contra los ciudadanos que acudían a los colegios electorales. Las imágenes que todo el mundo ha visto no son de recibo en un Estado de derecho y democrático. Ciertamente, los resultados del 1-O no son homologables -hubo irregularidades, se requisaron urnas con unos setecientos mil votos ya emitidos, duplicidades, etc.- pero resulta cínico que sea el gobierno de Rajoy quien ante su evidente ridículo y fracaso lo utilice como argumento de autoridad cuando hizo todo cuanto estuvo en su mano -y era todo el peso del Estado- para impedirlo.
La actuación de las Fuerzas de Seguridad del Estado, denunciada por la prensa internacional y reprobada por diversos líderes e instituciones europeas, tuvo como efecto ampliar la base de partidarios del derecho a decidir contrarrestando la mala imagen del pleno del Parlament de septiembre y tensionó la sociedad catalana hasta límites increíbles. Lo puso de manifiesto la jornada de paro nacional del 3 de octubre, que llenó de manifestantes (750.000 solo en Barcelona según la Guardia Urbana) las calles de las ciudades y pueblos de Catalunya. Aquella misma noche, el discurso del rey Felipe VI contribuyó a encrespar todavía más los ánimos por su falta de sensibilidad ante los más de ochocientos contusionados del domingo (ni una sola palabra), por su dureza en la defensa del “patriotismo constitucional” (nacionalismo español, en definitiva) sin aportar ni un atisbo de comprensión a las legítimas aspiraciones de una gran parte de los ciudadanos de Catalunya. Muy distinto y en un tono mucho más conciliador fue el discurso de Puigdemont del día siguiente. Todo ello provocó un ambiente cada vez más enrarecido que, a pesar de los escraches contra la Policía Nacional y la Guardia Civil en algunas localidades catalanas, afortunadamente no derivó en incidentes de violencia como deseaban algunos para deslegitimar al movimiento independentista catalán.
El día 5, el Banco de Sabadell -y poco después CaixaBank- anunciaba el traslado de su sede social fuera de Catalunya para no quedar fuera del paraguas del Banco Central Europeo en caso de producirse la independencia de Catalunya. Y el gobierno de Rajoy echa más leña al fuego adoptando una medida exprés para facilitar el cambio de sede social de las empresas. El goteo no se hace esperar, aunque el traslado de sedes sociales no implica cambios en la economía real -los centros de producción no cambian de lugar y por tanto de momento no se ven afectados los puestos de trabajo ni la producción- y el pánico económico y los rumores de un posible corralito se extienden rápidamente. Más presión para Puigdemont.
El sábado día 7, manifestaciones transversales -no solo en Catalunya sino también en diversos lugares de España- hacían una llamada al diálogo. “Parlem” (hablemos) fue la consigna repetida por los manifestantes. Lo mismo pedía la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau.
El domingo 8 de octubre, cientos de miles de personas (350.000, según la Guardia Urbana) se manifestaban en Barcelona a favor de la unidad de España convocadas por Sociedad Civil Catalana (SCC, una asociación en la confluencia de C’s y PP) con parlamento final del exministro socialista catalán y expresidente del Parlamento Europeo, Josep Borrell. Era la mayoría silenciosa o silenciada, como repite machaconamente SCC obviando que todo el mundo siempre ha podido votar libremente en las diversas convocatorias electorales o en todo tipo de actos o en el hecho de que las audiencias de los medios de comunicación de orientación no catalanista superan en mucho a los de orientación catalanista. Una manifestación multitudinaria que discurrió, como no podía ser de otra manera, de manera pacífica y sin incidentes notables, en la que los partidarios de la unidad de España -posición tan legítima como la de la independencia- pudieron expresar con total libertad sus posiciones. Algunos de los manifestantes entrevistados se mostraron incluso a favor de un referéndum siempre que fuera legal y acordado. No hay duda, pues, de que una gran mayoría de ciudadanos de Catalunya (en torno al 80%, según todas las encuestas) cree en la necesidad de celebrar un referéndum preferiblemente acordado.
Finalmente, el pasado 10 de octubre, Carles Puigdemont compareció en el Parlament de Catalunya. Su intervención, prevista para las seis de la tarde, se retrasó hasta pasadas las siete. Unos momentos de incertidumbre debidos a las presiones de diversos líderes europeos -y muy especialmente unas pocas horas antes la de Donald Tusk, presidente del Consejo de Europa- cambiaron el guion previsto. Puigdemont proclamaba los resultados y asumía el mandato de las urnas para que Catalunya deviniera un Estado independiente en forma de república (esa forma de Estado obviada durante la Transición cuando no se cuestionó la reinstauración de la monarquía borbónica por la dictadura). Pero, poco después, anunciaba la suspensión de la declaración de independencia para facilitar el diálogo y la mediación internacional con el objetivo de llegar a una solución acordada. Las treinta mil personas concentradas ante una pantalla gigante en el Arco del Triunfo, al lado del Parlament, pasaron en sólo ocho segundos de la ilusión a la decepción. Y la CUP, aunque firmó con Junts per Sí el compromiso (sin valor jurídico) por la República en una sala anexa del Parlament, se sintió traicionada, anunció que no renunciaba a la República y condicionó su asistencia al Parlament sólo cuando se trataran cuestiones relacionadas con la construcción de dicha república. A regañadientes, concedió a Puigdemont un mes para obtener un acuerdo. La sombra de una ruptura en el bloque independentista que apoya al gobierno y la convocatoria de elecciones planea desde ese momento en el ambiente. Mucho más después de ver el requerimiento de Rajoy a Puigdemont para que aclare si ha proclamado la independencia de Catalunya -bajo amenaza de aplicar el artículo 155 de la Constitución- y su negativa a cualquier mediación y negociación que no se ajuste al marco jurídico-constitucional vigente tal como mostró en la sesión del Congreso de los Diputados del 11 de octubre.
En suma, no se vislumbra el desatascador que pueda aportar una solución al conflicto político. Un conflicto que, como muestran otros de similares características en democracias con mucho más recorrido -Canadá, Reino Unido, Dinamarca...- en las que las constituciones o las leyes fundamentales tampoco preveían la secesión de un territorio, solo podrá solucionarse mediante el diálogo, la negociación y un acuerdo refrendado por los ciudadanos de Catalunya.