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Contra la antipolítica de Rajoy, su dimisión

EL caso del presidente del gobierno no es una excepción. Más bien al contrario, dada su relevancia formal y simbólica. Siendo así, podríamos aceptar que el mínimo que podemos exigir a la acción política de un presidente del gobierno ha de cumplir, al menos, cuatro objetivos: mostrar un comportamiento político decente en el ejercicio de su cargo; promover el mantenimiento del pluralismo político; sostener la defensa de unos estándares democráticos elevados y probar la capacidad de liderar las negociaciones necesarias para el mantenimiento del propio Estado en un contexto de fragmentación institucional. Es indudable que un presidente del gobierno que no cumpliera con estos objetivos no estaría acreditado para el ejercicio de su cargo y debería, por tanto, abandonarlo (sin acritud, pero sin demora). Tras más de cinco años en la presidencia, y muy especialmente tras la reciente deriva en la gestión del conflicto entre las instituciones catalanas y estatales, resulta evidente que Mariano Rajoy ha probado no estar acreditado para su cargo.

En primer lugar, por la sombra de corrupción que rodea a su partido y a su persona. Sin cuestionar que desde un punto de vista jurídico le asista la presunción de inocencia, se ha visto envuelto en suficientes ejemplos de mala praxis política como para invalidarle. Se escuda en el aval que las urnas le confirieron en sendas elecciones celebradas en diciembre del 2015 y junio del 2016, pero esta postura no es válida por, al menos, dos motivos: en el Estado las elecciones no son presidencialistas (luego se votó a su partido, no a él como candidato) y las preferencias electorales expresadas por la ciudadanía no se definen en base al criterio de si el candidato es o no políticamente reprobable. Su absoluta carencia de comportamiento político decente, reflejada en tantas y tantas ocasiones que no es necesario recordar, resulta incompatible con la aspiración de que la política sea un motor de cambio de la sociedad. No tiene la credibilidad para serlo.

En segundo lugar, porque su actuación está poniendo cada vez en mayor riesgo el pluralismo político en España. En todas las sociedades, incluso en los modelos más socialmente progresistas como los escandinavos (donde también hay partidos conservadores), existe una sana diversidad de opciones políticas confrontadas. Estas plantean sus modelos de sociedad a la ciudadanía para que de forma más o menos representativa/deliberativa, más o menos directa/indirecta, etc. asuma el poder legítimo para promover esos modelos. Esa autorización temporal para el ejercicio legítimo del poder (potestas), no obstante, exige una negociación permanente con el conjunto de la ciudadanía que otorgue la legitimidad social (auctoritas) que precisa la consolidación del modelo. Más en situaciones de mayoría absoluta, dado que la democracia exige, por principio, proteger a la minoría. Y más si cabe en sociedades complejas donde los votantes no son masas homogéneas. La primera legislatura de Mariano Rajoy fue un atentado constante a este principio, con una renuncia permanente a la negociación y al pacto que debe caracterizar la actividad política en democracia. Como consecuencia de ello -no como hecho sobrevenido que pudiera resultar sorprendente-, el actual gobierno en minoría está mostrándose incapaz de liderar la deliberación política necesaria para alcanzar consensos. Incluso cuando partidos de la oposición han tratado de superar el inmovilismo del gobierno, asumiendo el liderazgo para articular consensos, este se ha empeñado en limitar, si no anular, el recorrido de estos pactos. Esta actitud, contraria al debido ejercicio de la política, está generando una polarización en la sociedad de la que será difícil recuperarse.

En tercer lugar, Mariano Rajoy debería dimitir como presidente del gobierno porque con su ejercicio de la política está degradando los estándares democráticos que deberían regir en un Estado de la Unión Europea. Se suele apelar a la prudencia al hacer afirmaciones sobre el sistema democrático, el estado de derecho o, incluso, la actuación de las instituciones, particularmente los tribunales. Así, sería absurdo negar que en el Estado español opera un sistema democrático, un estado de derecho y unas instituciones legítimas. Viniendo de dónde venimos, sería una frivolidad irresponsable negar esto. Ahora bien, es igual de cierto que el gobierno presidido por Mariano Rajoy se ha empeñado en devaluar los estándares democráticos, estándares que se refieren a los principios que han de regir el funcionamiento de la estructura de un Estado democrático y que han de reflejarse en las medidas que se promuevan, especialmente, desde el gobierno. La imparcialidad partidista del gobierno, la separación de poderes, la consideración de las cámaras legislativas como espacios de deliberación, la tolerancia de la diversidad en todas sus expresiones (cultural, nacional, política), el fomento de cauces para la cooperación entre ciudadanos o territorios, el respeto a la autonomía de la ciudadanía, la promoción de la igualdad de oportunidades o la lealtad con las instituciones subestatales que conforman el propio Estado han sido constantemente amenazadas por el gobierno presidido por Mariano Rajoy. Estas actuaciones implican vulnerar las reglas del juego que deberían permitir la principal función de una democracia: dar cauce ordenado, cívico, a la discrepancia y a la diversidad. Cuanto más bajos sean los estándares, menos ordenado será ese cauce. La permanente rebaja de esos estándares atenta, necesariamente, contra el funcionamiento de la política.

En cuarto lugar, la cuestión más reciente que concierne al conjunto del Estado: la nefasta gestión de la (no) reforma del ordenamiento territorial. Hay tres cuestiones fundamentales desde el punto de vista de la acción política que justifican la necesidad de que, también a este respecto, abandone su cargo: la imposición de una idea de Estado, la incapacidad de liderar un proceso de negociación y, finalmente, el recurso a la vulneración de derechos básicos como salida pretendida. El primer punto ya lo conocimos con la infame recogida de firmas contra el Estatut. Un proceso que culminó en el atentado contra las instituciones representativas que componen el Estado (el Parlament de Catalunya, el Congreso de los Diputados y el Senado) y la voluntad mayoritariamente expresada por la ciudadanía catalana. La consideración - en contra de lo que dicta la propia constitución- de que el Estado español es una unidad institucional a priori, ignorando los distintos marcos institucionales que lo componen (tan primarios como el propio Estado), es incompatible con un Estado del siglo XXI que pertenece a la Unión Europea en tanto que proyecto posnacional. Buena parte de la ciudadanía catalana, como era de esperar, se opuso a esta consideración ya en 2010 y exigió, por los cauces para ello habilitados, replantear su relación con el Estado.

Se tenga la consideración que se tenga sobre ese cuestionamiento, así como sobre las alternativas que se han venido planteando en ese sentido (entre ellas, la secesión), era y es indudable que exigían la apertura de un proceso de negociación bilateral. El gobierno presidido por Mariano Rajoy no sólo ha planteado que toda opción de negociación pasaba por rechazar a priori la opción de la secesión, sino que no ha dedicado ni un segundo a plantear un marco de convivencia reformado que pudiera convencer a esa ciudadanía catalana que desde 2010 democráticamente ha mostrado su desafección con el actual modelo. Es decir, ha renunciado nuevamente a la política. Finalmente, tras liderar un gobierno que ha conducido al Estado a la mayor crisis política desde la restauración de la democracia, asistimos perplejos a cómo Mariano Rajoy ha optado por el recurso indiscriminado a la represión en Cataluña como única solución.

Siendo así, habiendo acreditado su incapacidad para cumplir con al menos cuatro de los objetivos fundamentales que corresponden a su cargo, Mariano Rajoy debería hacer uso de los cauces que el sistema democrático contempla para facilitar su salida ordenada de la política. Así debería facilitarlo, de ser necesario, la oposición. Se lo debe a la ciudadanía, sí, pero sobre todo a las generaciones futuras. También a los votantes del PP, que sin duda contará con miembros acreditados para promover su proyecto sin atentar contra estos cuatro objetivos básicos que han de acompañar al cargo de un presidente del gobierno. Porque, en definitiva, la recuperación de la política se ha mostrado incompatible con una figura que, con sus actuaciones (activas y, sobre todo, pasivas), ha promovido la antipolítica. Una antipolítica que ya nos está saliendo demasiado cara.