LES he pedido, rogado, suplicado que me dejen, que no me sigan, que se olviden de mí, que se vayan con su música a otra parte. Todo ha sido inútil. Siguen ahí, insistentes, entonando su estribillo machacón. Persiguiéndome con sus guitarras, sus sonrisas y sus camisas de cuellos infinitos. Recordándome que el final del verano llegó, que tú partirás y que yo no sé hasta cuándo mi amor recordarás.

Como si no lo supiera, como si no me hubiera dado cuenta. Como si no fuera evidente que ya no hay sol, ya no hay luz; no hay charlas distendidas en esas noches cálidas en las que nos dedicábamos a arreglar el mundo. Ya no hay relajo ni pies hundiéndose en la arena, ni olas que nos columpian y que amenazan con arrastrarnos hasta la orilla y con llevarse cuando se retiran todo nuestro decoro.

Es el final del verano. No tengo que dejar partir a nadie ni tengo ningún nuevo amor que recordar, pero duele. Duele y cuesta volver a la rutina, al día a día y al día tras día. A ese armario ya de entretiempo, a esas calles donde hacemos combinar sandalias con plumífero. A todo lo que dejamos sin hacer en aquel lejano comienzo del verano; a todo lo que sigue sin hacer y que sin saber cómo, se nos ha complicado. A las prisas y los plazos, a la angustia por lo que está por venir, por no llegar a tiempo, por no estar a la altura. Cuesta volver a lo que somos.

Sin periodo de adaptación, sin tiempo para aclimatarnos, aquí estamos de nuevo, aquí estamos de vuelta. Dispuestos a enfocar con los ojos de ver lo que ocurre a nuestro alrededor, a contar historias y las historias de esas historias. Sin decidirme por ninguno de los coleccionables que me prometen un otoño de solaz y sabiduría aprendiendo a tricotar, montando fascículo a fascículo un esqueleto a tamaño real, o profundizando en el pensamiento de los grandes filósofos. De vuelta, que ya es mucho.