EN lo que llevamos de siglo, la industria manufacturera vasca ha pasado de representar el 10% de la industria española al 11%. Un aumento muy significativo, sobre todo si tenemos en cuenta la pérdida de protagonismo en la industria de Madrid, que pierde 2,5 puntos de peso en el total industrial, y de Catalunya, con 1,5 puntos menos.

España es un país con un problema de desindustrialización grave. Solamente el noreste (Nafarroa, País Vasco y La Rioja) mantiene un peso industrial en la estructura productiva superior al 20% del total. Pero solo Nafarroa logra aumentar el peso de la industria en la actividad económica general, hasta el 25,5%, mientras en Euskadi la industria ha perdido tres puntos de peso en la economía vasca desde el año 2000 hasta el 23% actual.

Si bien es cierto que la industria vasca crece más, la economía vasca en su conjunto crece menos que la española, lo cual puede estar indicando un problema de transformación productiva que no termina de consolidarse. Quizá porque las políticas públicas no terminan de establecer la conexión entre el fomento de las actividades aparentemente más prometedoras, que se localizan todas ellas en el sector servicios, y una industria que aparece como un lastre, donde la grasa, el ruido y la ocupación del espacio parecen ir en detrimento de ese idílico futuro, limpio, ordenado e inmaterial, que promete la ideología del posindustrialismo.

La política industrial vasca fue capaz de sortear los escollos de la crisis y la desindustrialización de los años 80, consolidando un tejido industrial por el que muy pocos apostaban fuera de Euskadi. Pero está siendo menos eficaz para resolver los dilemas de la financiarización y la globalización. Y nunca supo entender el problema de la propiedad del capital. Y eso que propiedad y poder siempre van de la mano.

A pesar de que el apoyo a la internacionalización forma parte de las líneas programáticas de la política industrial, esta se realiza de forma privada por las empresas, con muy poca planificación pública más allá de la asesoría en materia de exportación y la asistencia a ferias internacionales. La internacionalización no puede ser simplemente diversificar y ampliar mercados. Es cierto que hoy se exporta más y exportan muchas más empresas que hace unos años, pero se sigue exportando lo mismo: en 1990, dos tercios de lo exportado eran productos energéticos, hierro y acero, productos de caucho, componentes de automóvil y vehículos de carretera y maquinaria industrial, sobre todo para la industria nuclear. Y 25 años después, dos tercios de las exportaciones proceden de esas mismas actividades. Si acaso -¡gran transformación!- ha aumentado la dependencia del sector de los componentes de vehículos.

La consolidación de determinadas ramas industriales tampoco es especialmente negativa siempre y cuando las mismas lideren el proceso de centralización y concentración del capital inherente a toda actividad económica. Y eso es precisamente lo que no ha ocurrido en la industria vasca.

Ya en los 80, la política industrial que se empezaba a construir no estaba preparada para enfrentar la conversión de las partes más rentables del tejido industrial en sucursales de grupos extranjeros. Si bien hubo una cierta protección al sector cooperativo que permitió mantener en manos locales una parte del capital productivo, las políticas públicas no fueron capaces de desarrollar líderes industriales como los que se promovían en las economías más dinámicas, desde Finlandia a Corea. Pero es que aunque se hubiera intentado, las reglas del Mercado Común, al que tan alegremente nos adscribimos, limitan la capacidad de los gobiernos para proteger y desarrollar sus empresas locales. Solamente disponiendo de una potente banca industrial bajo control local -como en Alemania- se hubiera podido sortear las rígidas normas comunitarias. Y precisamente la banca industrial es lo que se desmanteló en la transición y en la crisis de los 80. Las cajas de ahorros vascas, y ahora Kutxabank, no han sido el instrumento que se hubiera requerido para ello ni por tamaño ni por conocimientos. Y ahora, Alemania y el BCE, desmantelando la red de cajas de ahorro, se han encargado de evitar que unas instituciones de este tipo puedan surgir en el futuro.

El plan industrial del Gobierno vasco despacha este asunto con un canto a la impotencia de las políticas públicas frente a lo que se deja a las decisiones del mercado: “De la misma forma que cada vez más empresas vascas se implantan en el exterior, en ocasiones adquiriendo empresas en destino, otras de nuestras empresas se integran en grupos industriales con la matriz en el exterior. Se trata de la cara y la cruz de un mismo fenómeno inevitable en una economía abierta del siglo XXI”.

El análisis de situación realizado en el plan identifica como una amenaza a futuro un “riesgo de pérdida de centros de decisión, ante la globalización de la propiedad del capital”; lo cierto es que este riesgo se ha convertido hace décadas en una de las variables presentes en la industria vasca. Porque pasar de un sistema de medianas y pequeñas empresas locales a uno de medianas y pequeñas empresas propiedad de grupos multinacionales significa convertir a las mismas en talleres de producción, cuyo destino depende de la planificación estratégica de los grupos y muy poco de las virtudes de las políticas locales.

La financiarización ha generado un comportamiento estructural asimétrico en la industria mundial. Por un lado, las grandes corporaciones han gestionado los activos financieros para acelerar la centralización de capital y crecer mediante fusiones y adquisiciones. Por otro lado, las que han visto cómo el endeudamiento financiero -con la banca o con las casas matrices de los grupos propietarios- lastraba cada vez más la cuenta de resultados y el balance.

Aunque el endeudamiento a largo plazo de las empresas ha disminuido un 20% desde 2009, en algunas ramas de la industria las empresas están ahora más endeudadas que en el año de la gran debacle: en sectores como madera y papel, refino de petróleo, material de transporte o muebles el endeudamiento ha aumentado y sobre todo son las casas matrices las que están sosteniendo la deuda de las empresas. En otras ramas industriales, de menor peso pero que formas parte de las denominadas industrias “de futuro”, como productos farmacéuticos o electrónica, el nivel de endeudamiento a largo plazo es mucho más reducido que en 2009, pero en cambio el aumento de las deudas intragrupo han crecido de forma desorbitada.

Aquí está actuando probablemente la verdadera cara y cruz de la pérdida del control societario: algunas empresas en dificultades se pueden apoyar en la financiación del grupo, cierto, pero también es verdad que el endeudamiento intragrupo es utilizado también como un procedimiento de descapitalización de las unidades del grupo que pierden interés como centros de producción.

La crisis de las empresas que estos días resuena en los medios de comunicación refleja esta diversidad de situaciones: en unos casos, un endeudamiento excesivo contraído para compensar la caída de las ventas, imposible de refinanciar cuando las ventas no se recuperan; en otros, procesos de deslocalización en marcha y, sobre todo, la pérdida de control sobre las decisiones estratégicas, frente a la cual, las políticas al uso son poco efectivas. Situaciones puntuales en todo caso que apuntan a desafíos estructurales todavía no abordados y quizá ni siquiera bien comprendidos.