MANUEL Ángel, que era como le llamábamos en el pueblo, inició su fructífera vida de periodista el mismo año en el que a Jabi y a mí, que éramos de su edad y de su ocasional cuadrilla, nos vino a detener la Policía franquista. Habían capturado en Bilbao a un par de compañeros de pintadas y regadas de propaganda subversiva, nos habían concedido estos el suficiente tiempo para escondernos antes de cantarnos y, por añadidura, la pensión en la que nos hacían no era legal y a la txakurrada le llevó más tiempo del habitual dar con ella: en definitiva, que no nos pillaron. La mayor parte de las pintadas las hacíamos nosotros en bici: Jabi llaneaba bien, yo era mejor subiendo. A la hora de pasear y soñar, frecuentábamos Arratzu y Munitibar hacia Bolibar por una carretera llena de baches entonces en la que te podías tropezar con el repartidor de vinos y gaseosas, algún viejo GMC con pinos y poco más. Nos deteníamos en la romántica presa del Golako, cerca de la ferrería abandonada y el viejo puente, y soñábamos con irnos a vivir por allí cuando le diéramos la vuelta a aquello, que permitía entre otras arbitrariedades una que nos incomodaba especialmente: el acotado de pesca al servicio de los Leguineche y sus amigos; y de los Gandarias, por supuesto, que eran los amos de todo.
No sé lo que debió sentir Manuel Ángel cuando vio en El Correo Español-El Pueblo Vasco, en el que publicaba sus trabajos, aquella terrible biografía de Jabi, peligrosísimo terrorista según el diario que dirigía Antón Barrena, siempre a las órdenes de la oligarquía negurítica y los consejos morales de Javier Ybarra; no sé lo que debió sentir cuando vio el rostro amoratado de nuestro amigo, con sus tempranas gafas fuera de sitio, con las huellas de haber sufrido toda suerte de torturas y espantos. Era marzo de 1968 y ETA no había disparado todavía un tiro, aunque algunos de sus liberados sí portasen armas. Primero habían detenido en Gasteiz a Sabin Arana, a él sí entre tiros cruzados; luego a Jabi y, en Iruñea, al hermano del Eskubi más buscado del régimen; y en derredor de ellos, por colaboradores, a algún benedictino de Estibaliz y a un par de jesuitas de Iruñea. Estoy seguro de que a Manuel Ángel, director entonces de una agencia de noticias de El Correo y sus extensiones, no le pasó desapercibido aquello y le debió provocar, a él que ya entonces sabía lo que pasaba en el mundo y lo que se avecinaba, además de vergüenza, profundas reflexiones y ganas añadidas para seguir trabajando el mundo ancho y ajeno.
Aquellas reuniones de los 80... Los directores de diarios de las tres provincias, de los que transitaron con bien, muy bien, a la democracia y de los recién nacidos, nos juntábamos en aquellos primeros 80 a hablar de nuestras cosas, a saber del otro también supongo. Ya entonces, Marcelino Oreja, en funciones de Delegado del Gobierno de España, tuvo la tentación de cerrar el que yo dirigía, según me contó Barrena, que me contó también que le dijeron, los directores convocados, solo los de confianza, que si cerraba Egin, todas sus fuerzas armadas serían insuficientes para proteger la distribución de sus periódicos. Le debieron convencer a Marcelino o pensó este que era mejor seguir utilizando otros medios de asfixia contra el díscolo. Barrena, que se me presentaba siempre con raíces bermeanas, quiso reunirnos junto a él, a Manuel Ángel y a mí, “porque seguro que os conocéis, siendo como sois del mismo pueblo”, decía. Y del mismo año pero de antecedentes nada coincidentes, pensaba yo para mis adentros, mientras daba largas a un encuentro que intuía que tampoco a Manu Leguineche le urgía. Ya entonces, sobre todo por Bigotes y por cuantos guerniqueses se asomaban a Madrid para pedir algo, el Guernica por ejemplo, sabía que Manuel Ángel era una persona entrañable, buen amigo, además de un gran profesional. Todos me hablaban bien de él, incluido mi mejor amigo en la redacción de Hernani, que había coincido con él trabajando nocturnamente para la revista de Iñigo y sus Directísimos. Supe también que había contribuido generosamente al nacimiento de Egin. Sin embargo, estoy seguro de que Manuel Ángel estaba más cómodo en Madrid, Guadalajara, Birmania o Centroamérica que en Gernika, donde nunca se le veía; que en Euskadi, en cuyo nuevo tiempo eligió no ser agente activo, por convicciones o tal vez por pudor y por la vergüenza inmerecida que debía sentir cada vez que Paco Umbral le presentaba como víctima de lo que había sucedido en Gernika, cada vez que dejaba escrito que si se quería saber lo que era padecer se hablara con él. Umbral no tenía por qué conocer, o sí, que su amigo había nacido en la confortable vivienda familiar de Belendiz, cerca pero fuera de la villa arrasada; que su familia estaba estrechamente asociada al alcalde más laureado por el franquismo, al alcalde que más agasajó y honró a los destructores de Gernika y lastró las vidas y proyectos de los no afectos a sus causas; que los suyos no eran de los nuestros y les había ido bien, muy bien, con la situación.
El protagonismo de los conversos He recordado todas estas cosas al calor y el bochorno por alguno de los protagonismos que se han vivido en derredor del 80º aniversario del bombardeo. No se deben pedir responsabilidades a los hijos y los nietos por las indignidades de sus mayores. Además, todo el mundo puede y debe cambiar, hasta arrepentirse y pedir perdón si lo desea; convertirse a bueno, pero, como dicen que decía Manuel Irujo, los conversos deberían tener el pudor de ponerse a la cola, que es lo que el gran protagonista de los últimos fastos en nuestro pueblo no ha tenido. Tal vez él no estuviera, por su muy avanzada edad, en situación de calibrar hasta qué punto ha resultado insultante el papel que asume como gran testigo de lo que pasó cuando era adolescente, olvidando el que jugó cuando era ya adulto, con sus homenajes a Franco y a su bandera, esa que paseó por las calles de la villa que vio arder y ametrallar. Hay cosas que no se deben exigir a los ancianos, aunque los judíos piensen otra cosa, y alguien de su entorno se lo debía haber advertido, alguien entre los organizadores de los fastos le debió haber encontrado un relevo, evitando así el enfado y la vergüenza de los guerniqueses con memoria que le han visto año tras año presentado como el gran testigo, el símbolo vivo y sufriente de la destrucción de un pueblo y, en estos ochenta años, como el modelo de reconciliación a seguir. A Manuel Ángel, que recibió en vida merecidos y plurales reconocimientos, no le hubieran pillado en esta.