UNA de las pocas cosas sobre las que parece haber acuerdo unánime es en que las elecciones presidenciales francesas no son muy importantes solo para Francia, sino para el conjunto de la Unión Europea. También parece haber un gran consenso en que una victoria de Marine Le Pen sería un desastre por distintos motivos. Por un lado, aunque lo ha matizado un poco en los últimos días, podría suponer que Francia saliese del euro. Por otro lado, se abriría la puerta a un referéndum sobre la pertenencia de Francia a la Unión Europea, lo que agravaría la crisis abierta por el Brexit. Pero, sobre todo, sería un desastre en términos democráticos: son conocidas las opiniones de Le Pen sobre los inmigrantes y las fronteras, sobre su nacionalismo y su idea de la grandeza francesa.

En los medios de comunicación hay una gran unanimidad en atacar a Le Pen y defender la democracia. Pero la opción no es entre Le Pen y Rousseau, o entre Le Pen y los fundadores de la democracia moderna. La elección que están obligados a realizar los franceses y francesas es entre Marine Le Pen y Emmanuel Macron.

El joven Macron, de 39 años, cursó estudios en la prestigiosa ENA (Escuela Nacional de Administración), donde se forman las élites

francesas, y fue alto funcionario del Estado. Trabajó también para la Banca Rothschild durante unos años, en los que ganó una fortuna. Si fuese elegido presidente de Francia, su gobierno sería una incógnita en algunos aspectos, pero en otros sus políticas están muy claras ya que ha formado parte del gobierno actual. Esas mismas políticas que han agudizado la desigualdad en la sociedad francesa y en cuyo caldo de cultivo ha emergido el partido de Le Pen.

Así pues, ¿quién defiende la democracia en Francia? ¿Quién la defiende en Europa o en Norteamérica? Aún más, ¿qué es defender verdaderamente la democracia? Porque las importantes y complejas elecciones francesas conducen directamente a esta última pregunta.

Desde los años 80, el Partido Socialista francés facilitó a Le Pen padre que sus mensajes llegaran a la sociedad francesa con el vergonzoso objetivo de dividir la derecha y favorecer los intereses electorales de su partido. Por su parte, los partidos más conservadores, ante los avances electorales de la extrema derecha, no han dejado de incorporar más y más ideas del Frente Nacional en sus programas políticos y discursos. Entre unos y otros han naturalizado mensajes de carácter abiertamente xenófobo que se han convertido en moneda corriente en la sociedad francesa y europea. Mientras los socialistas y conservadores franceses iban avanzando en la construcción europea, a la vez, de forma inexplicable, articulaban en su país discursos cada vez más nacionalistas. Y, por si esto fuera poco, las políticas que implementaban, tanto en la Unión como en Francia desmantelaban el estado de bienestar y aumentaban las desigualdades entre los ciudadanos.

Thomas H. Marshall lanzó un debate fundamental a mediados del siglo pasado al afirmar que la ciudadanía plena solo puede existir si incluye tanto los derechos civiles, como los políticos y sociales. En otras palabras, sostuvo que no puede haber una ciudadanía digna de ese nombre, ni una verdadera democracia, si existe demasiada desigualdad. ¿Para qué puede valer el derecho de voto si ninguna opción política me ofrece la posibilidad de cambiar efectivamente las políticas ni mi situación económica real?

También se observa en los últimos tiempos, en el contexto de crisis profunda que vivimos desde hace casi diez años, un resurgimiento general del nacionalismo de Estado. America first (América primero) fue un eslogan clave de la campaña de Donald Trump en Estados Unidos, recuperar la grandeza británica fue una idea central de los defensores del Brexit, y algo similar es lo que defiende Marine Le Pen... pero también otros muchos políticos franceses que defienden las políticas neoliberales que están desgarrando la sociedad francesa. Un nacionalismo coherente consigo mismo debería afirmar la igualdad de los miembros de su comunidad política y debería repudiar toda política que deje en la miseria a sus conciudadanos. Porque un nacionalismo democrático no puede construir la nación al margen de los ciudadanos que la componen.

Sin embargo, vemos que los nacionalismos que resurgen en Europa proponen, en general, lo contrario, seguir insistiendo en políticas neoliberales que condenan a una parte significativa de la población al desempleo, y a una parte mucho mayor a empleos en condiciones miserables y sujetos a una precariedad que hacen inviable cualquier proyecto de vida o familia. Es la realidad, con toda su crudeza.

Y, en estas condiciones, los ciudadanos franceses acuden a las urnas con el deseo de cambiar su situación. No son expertos en economía, solo saben que sus sueldos no les permiten ahorrar, ni irse de vacaciones ni apenas llegar a fin de mes. Mientras, leen en los periódicos y ven en las televisiones los resultados de algunos bancos y corporaciones, escuchan cantidades tan elevadas de euros que se pierden cuando se trata el rescate a los bancos y ven los cambios anuales en las listas Forbes de los multimillonarios del mundo. Van entrando en los colegios electorales y ven las dos papeletas: Le Pen y Macron. ¿Qué pueden votar para cambiar su vida? ¿En manos de qué presidente de Francia pueden depositar sus esperanzas? Algunos ni siquiera entran en los centros de voto, tal es su desesperación. No confían ya en que su voto pueda cambiar algo significativo. Todos los medios se rinden al joven, rico y guapo Macron. Nadie duda de que es un chico listo, cuya historia de amor de príncipes y princesas vendería millones de libros. Pero, ¿sería un buen presidente de Francia? ¿Mejoraría las condiciones, no de Francia, sino de los franceses y francesas? Esto es lo que están votando los ciudadanos. Y muchos millones de franceses que se sienten demócratas, que han aprendido a respetar y querer la democracia y que odian a Le Pen y lo que significa. Pero escuchan a Macron, leen su programa electoral y saben

que él no les salvará de su situación. Entonces, ¿qué votar?

La democracia no puede separarse de los valores que inspiraron la Revolución que la creó: libertad, igualdad, fraternidad. La libertad no puede reducirse a libertad de voto, y menos si las únicas opciones reales son Le Pen y Macron. La sola libertad de voto no puede sostener una democracia, como enseñó Marshall.

No puede haber democracia sin igualdad, o al menos sin una desigualdad limitada. Los directivos de una empresa no pueden ganar cientos de veces el salario de los empleados. ¿Qué harían esos directivos sin trabajadores? Es necesaria una cierta igualdad, una cierta cohesión social. Todos los ciudadanos deben poder llegar a fin de mes, pagar unas modestas vacaciones, comprar algún libro, ir al teatro o a un concierto. ¿Para qué vivir si no? Los griegos clásicos acuñaron un concepto que no deberíamos olvidar: una vida digna de ser vivida.

Fraternidad. Nadie habla de la tercera palabra de la Revolución. El nacionalismo apela a las emociones de la fraternidad nacional. Son bonitas palabras, nos emocionan, agitamos las banderas. ¿Pero ser fraternales no implica ser solidarios? Sin solidaridad no puede haber ciudadanía, sin cohesión, sin justicia social. Así las cosas, que pierda Le Pen, por favor. Que pierda o estamos perdidos. Pero no puede ganar Macron. No puede gobernar esa idea de sociedad, esa idea de justicia compatible con la miseria de millones.

Al parecer, lo menos malo será una victoria de Macron ahora, con un parlamento de mayoría muy distinta en unos meses, que le impida desarrollar sus reformas más injustas. Veremos.