Manosear el nombre de Euskadi
CUANDO vi a Arkaitz Rodríguez, el nuevo valor de Sortu, sosteniendo un cartel en el que se leía Sacad vuestras sucias manos de Euskal Herria, no asocié dicha cita a Jon Idigoras, como apuntaron desde la izquierda abertzale. Mi memoria me condujo más allá en la historia. Otros tiempos, otros avatares, similares conceptos. Mis recuerdos se fueron hasta la Segunda Guerra Mundial, la ocupación de Bélgica y la reivindicación de los colaboracionistas de León Degrelle que reclamaban: “Nazis, quitad vuestras sucias manos de nuestros sucios judíos”. Degrelle fue un fascista sanguinario. “Si tuviese un hijo, me gustaría que fuese como usted”, le dijo Adolf Hitler al belga en agosto de 1944 en la entrega de la Cruz de Caballero con Hojas de Roble (Ritterkreutz), un distintivo militar único en el III Reich.
León Degrelle fue el fundador del rexismo, rama del fascismo en Bélgica cuyo brazo militar, la Legión Valonia, se instrumentalizó como unidad extranjera adscrita a las SS alemana. Durante la Segunda Guerra Mundial, Degrelle organizó una unidad de voluntarios valones y combatió con ellos en el frente del Este. Cuando se firmó la capitulación alemana, se trasladó a Noruega, último confín dominado por los nazis, pero el gobernador le advirtió que también ellos habían capitulado y que las gestiones para que Suecia lo acogiese habían fracasado. El líder fascista belga parecía perdido -las nuevas autoridades democráticas de su país le aplicarían la pena capital por traidor-, pero gracias a sus contactos consiguió un avión con el que huir hacia España. Sobrevolando Biarritz, la aeronave se quedó sin gasolina y planeando consiguió llegar hasta Donostia. Sin tren de aterrizaje, el avión impactó en la playa de La Concha, hundiéndose parcialmente. Sin embargo, el líder colaboracionista belga salió ileso del accidente.
El régimen de Franco -con el apoyo, entre otros, de Serrano Súñer- le acogió y protegió ante los vanos intentos de las autoridades de Bélgica por lograr su extradición. Frente a la impunidad y el amparo de la dictadura, un grupo de vascos, activistas de los servicios de inteligencia que trabajaban en clandestinidad para las democracias occidentales, planteó su secuestro. El primer ministro belga Spaak deseaba juzgarlo en Bruselas y, a través de la democracia cristiana, entabló contacto con el Gobierno vasco exiliado en París y su red de información, que ofreció su total apoyo a la operación a cambio del apoyo y cobertura internacional.
Degrelle, a salvo por el régimen, mantenía una historia amorosa con una conocida aristócrata que le protegía recluido en su palacio de verano. La célula resistente vasca, con apoyos anarquistas y penetración en los círculos monárquicos, preparó al detalle la operación. Degrelle estaba localizado y el chofer de la duquesa participaba en la operación. Todo listo? pero en el último momento el gobierno francés, a cuyo territorio estaba previsto entregar el paquete para de allí ser extraditado legalmente, no quiso comprometerse en la operación. Al frente de aquel operativo, suspendido en el último instante, estaba un hombre, Jesús Insausti, Uzturre, quien poco después fue descubierto y detenido por el comisario Conesa, quien estuvo tentado de aplicarle la denominada “ley de fugas”.
Uzturre pasó largo tiempo en las dependencias de la Dirección General de Seguridad. Condenado a muerte inicialmente, su pena fue posteriormente conmutada, pero fue recluido en el campo de trabajo de Buitrago de la Sierra, donde se construía el Canal de Isabel II. De allí, en una rocambolesca historia, consiguió huir al exilio. A Francia primero y a Bélgica después. Hasta la caída del dictador, Uzturre y quienes con él se jugaron la vida en defensa de las libertades y los derechos humanos, malvivieron fuera de Euskadi. Pero lo hicieron con la conciencia tranquila y las manos limpias. Luego, en democracia, se incorporaron a la construcción de un país, Euskadi, al que hicieron crecer peldaño a peldaño. Sin odio ni revancha. Con la oposición y hasta el desprecio de quienes acuñaron aquello de “sacad vuestras sucias manos de Euskal Herria”. Unos nuevos activistas que no dudaron en mancharse las suyas, también de sangre, en un fanatismo destructivo que, afortunadamente, parece sucumbido.
Por el contrario, León Degrelle vivió holgadamente en España, con nueva identidad y el respaldo del búnker, hasta marzo de 1994. Murió sin pagar cuenta alguna con su pasado, rodeado de ultras y nostálgicos.
Desde que, a comienzos de la presente legislatura, en la puesta en marcha de la Ponencia de Memoria y Convivencia, EH Bildu identificara al PP como “enemigo de la paz” y , al mismo tiempo, los del PP se excluyeran de participar en ese foro parlamentario, se ha ido produciendo una tensión creciente entre los dos polos políticos mencionados. Los populares, enrocados en posiciones anteriores al anuncio de ETA de abandonar la violencia, han cerrado los ojos a una nueva coyuntura real e irreversible; una posición poco racional y sin sentido que deberá variar para que el PP no quede aislado, atrapado en el pasado.
En el otro polo se encuentra la izquierda abertzale que, observando tal posición numantina, incide una y otra vez en pretender deslegitimar y demonizar al partido gobernante en España. Su estrategia resulta equivocada pues ningún problema de convivencia se verá aliviado si entre antagonistas no se producen acercamientos que posibiliten el allanamiento del terreno en la superación de las consecuencias de años de violencia y enfrentamiento en Euskadi.
Insistir por un lado en la excepcionalidad de medidas legales, constituidas cuando el terrorismo excepcionaba la vida del país, resulta impresentable seis años después del anuncio del cese de la violencia. Procurar, por otro costado, la satanización del PP con campañas como la presentada esta pasada semana por Sortu no hace sino jugar a un empate infinito de enfrentamiento y desacuerdo.
Que la izquierda abertzale critique y se oponga a decisiones o posicionamientos del Partido Popular resulta lógico y normal. Lo que no lo es tanto es incidir en una calculada campaña de culpabilización de los populares hasta el extremo de presentarlos ante la opinión pública vasca como “enemigos” y no como “adversarios” políticos. No es lógico; y mucho menos, inteligente. Sobre todo cuando la propia izquierda abertzale sabe y es consciente de que la llave de muchos de sus males la tienen Mariano Rajoy y su gobierno.
Otegi y los suyos conocen que el desbloqueo de la política penitenciaria, que el retorno a la normalidad jurisdiccional, que el allanamiento de la situación de convivencia, pasan por convencer a Rajoy y a su gobierno de que es hora de moverse. Y son conocedores igualmente de que para favorecerlo debe procurarse una estrategia de discreción, de no enaltecimiento ni espectáculo público que lo haga imposible. Para resolver los problemas que existen es preciso ser prácticos, abandonar la política de campanario y buscar oportunidades ciertas de diálogo y aproximación. Oportunidades que, como ha quedado demostrado en casos recientes -sin escaparate público- han tenido resultados efectivos y beneficiosos.
Enfangar las relaciones con posiciones extremas no ayudará en nada en tal propósito. Y mucho menos zaherir a aquel a quien en privado se le pide que intermedie para que las cosas se muevan. Solicitar del PNV en reuniones particulares que utilice su influencia con Madrid para que se flexibilicen posiciones en relación con situaciones enquistadas de lo que genéricamente se llama “consecuencias del conflicto” resulta incompatible con la acusación pública a los jeltzales de actuar con “inmoralidad” en el supuesto de pactar con el PP los Presupuestos Generales del Estado. Si se quiere influir, habrá que respetar, no insultar. Y mucho menos decir que “los gudaris del PNV no dieron su vida” para que su partido “sostenga” ahora un gobierno como este.
Los gudaris del PNV, como Jesús Insausti Uzturre, supieron en todo momento que lo importante en la política es conseguir, de Madrid o de donde fuere, lo mejor para Euskadi. Acrecentar su bienestar y su capacidad de autogobierno. Y hacerlo con dignidad, transparencia y compromiso. El PNV de hoy sigue fiel a ese empeño. Sin complejos. Sin aspavientos. Con inteligencia y sentido práctico de la política. Con las manos pulcras. No con artificio y falsedades.
Dejen ya los eslóganes y terminen de manosear el nombre de este país. Pongan sus manos a trabajar. Al servicio de una nueva convivencia. Y olvídense de confrontaciones que no conducen a nada.