LA sentencia del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) de Venezuela que el jueves asumió las competencias de la Asamblea Nacional supone de facto la anulación del legislativo que, desde las elecciones de diciembre de 2016, contaba con mayoría (112 de 167 parlamentarios) de la Mesa de Unidad Nacional (MUD), opositora al presidente Nicolás Maduro. Supone el final de un largo proceso de deslegitimación del parlamento desde el poder judicial que el mismo TSJ había empezado ya en enero al declarar nulas todas las decisiones de la cámara bajo la acusación de desacato y que empezaba a culminar dos días antes, el martes, con una sentencia anterior que anulaba la inmunidad parlamentaria de los diputados y extendía de manera inusitada los poderes para legislar de Maduro. En definitiva, un golpe de Estado, en este caso judicial, que no debe extrañar en un país que apenas seis años después de su independencia en 1830 y solo con su segundo presidente ya sufrió el primer levantamiento, la llamada Revolución de las reformas, y que desde entonces y en poco más de un siglo, hasta la instauración de la democracia en 1958 con Rómulo Betancourt, soportó decenas de golpes o rebeliones (desde el Atentado al Congreso de 1848 al Golpe de los teniente coroneles de 1945), casi a uno por década. No en vano, el propio régimen de la República Bolivariana que se instaura con su última Constitución de 1999 es resultado del apoyo popular al líder de una doble intentona golpista en 1992, Hugo Chávez. Esa tradición política de polarización constante -con el único paréntesis, quizá, de las décadas de los 60 y 70-, los efectos de las desigualdades y la crisis y el intervencionismo de las estructuras de Estado copadas por el chavismo hacían, por tanto, predecible un resultado similar, con o sin intervención del ejército, que aún no es descartable, tras la victoria de Maduro en las presidenciales de 2013 frente a Capriles por apenas 235.000 de los 14 millones (80% del censo) de votos emitidos y el triunfo de la oposición en las legislativas de diciembre de 2016 por más de dos millones de los 13 millones (74% del censo) de sufragios. Pero un régimen presidencial de base judicial no solventará esa lucha de legitimidades y tampoco lo haría la intervención del ejército o una rebelión opositora. Como apuntaba ayer el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, “de una dictadura se sale con elecciones”.