Clientes al borde del ataque
IMAGINE que va a comprar un pantalón. Que se lo prueba y le queda bien. Que va a pagar y encuentra un terminal y un número de cuenta para que realice usted mismo la transferencia. Podría ser peor. Imagine que no encuentra su talla y un cartel le insta a que entre en la web de la cadena, busque en qué tienda está disponible, lo pida y, por supuesto, realice usted mismo la transferencia. Podría ser peor. Imagine que quiere saber si encoge. Que se acerca a preguntar a la única dependienta y esta le remite para hacer esa consulta a un teléfono 902. Que le pide que, al menos, le facilite un número de tarificación normal. Que se lo facilita. Que llama y la misma dependienta descuelga delante de sus narices el teléfono de la tienda y le reitera que llame al 902. Que finalmente se resigna y le atiende un contestador automático, al que debe facilitar más datos que a Hacienda, incluido su grupo sanguíneo. Que tres cuartos de hora después llega al menú: “Si quiere saber si encoge, pulse 1. Si ya se ha desmayado, pulse 112”. Que pulsa 1 y el contestador le dice que encoge y omite que es usted un pringado. Podría ser peor. Imagine que quiere devolver un pantalón y que el dependiente echa a correr cada vez que se le acerca. Que cuando por fin le alcanza, le remite a un 902. Que cuando llama no responde ni el contestador. Imagine que el pantalón es un canal digital o una línea de teléfono. Cómprese un hacha o un tranquilizante y realice usted mismo la transferencia.
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