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Silencio: se apostata

SAN Francisco Javier fue el primer misionero católico en llegar a Japón. Ocurrió en 1549. Sesenta años después había en el país 300.000 feligreses, 95 jesuitas extranjeros y alrededor de setenta hermanos jesuitas japoneses. En 1614, comenzaron las persecuciones, cuya razón era estrictamente política: los sucesivos emperadores vieron en el catolicismo un caballo de Troya que abría las puertas de Japón al mundo occidental, del que querían preservarse. La Iglesia de Roma se definía católica, esto es universal, y se erigía como un poder propio con supremacía sobre los estados nacionales existentes. No era el caso de los países cuyos monarcas habían abrazado el protestantismo, de ahí que los protestantes holandeses fueran los únicos autorizados para comerciar en Japón y traer noticias de lo que acontecía tras aquel muro de bambú. La persecución contra los católicos fue tan pavorosa como coherente desde el enfoque político de las autoridades japonesas y ordenada, y su objetivo era la apostasía, sobre todo la de los sacerdotes, para que cundiera el desánimo y la desafección entre sus feligreses. Los perseguidos eran sometidos al suplicio de la fosa: colgados boca abajo, por los pies, la cabeza hundida en un albañal, ceñidos fuertemente por cuerdas, lo que impedía que la sangre bajase de golpe a la cabeza, se les practicaba una incisión tras la oreja por la que goteaba lentamente con lo que alargaban aún más el tormento. Tardaban unos diez días en morir. Pero podían acabar apostatando en apenas dos. A mitad del siglo XVII murió el último sacerdote clandestino. Así y todo, los cristianos escondidos (Kakure Kirishitan) mantuvieron su fe durante 240 años más.

Martin Scorsese, americano hijo de padres sicilianos, director de cine galardonado con un premio Oscar y tres Globos de oro, es uno de los grandes que ha dirigido películas tan exitosas como La última tentación de Cristo, Uno de los nuestros, Casino, Infiltrados, o Taxi driver. Se declara católico y en su juventud pensó seguir carrera eclesial. En todo caso, se trata de un católico heterodoxo, como puso de manifiesto en la primera de las películas antedichas (1988), que incluía una escena de cama -producto de la supuesta alucinación de Cristo crucificado- entre Jesús y María Magdalena, pretendiendo de esta manera demostrar la fragilidad del hombre ante la tentación. Durante un viaje al Japón, Scorsese leyó Silencio. Se trata de un libro singular, editado en castellano por Edhasa, que Graham Greene, célebre novelista británico, calificó como una de las mejores novelas de nuestro tiempo. El autor, el escritor japonés Shûsako Endô, se convirtió al catolicismo, como católico converso era el propio Greene. Así que almas gemelas. La novela, escrita en 1966, está basada en hechos reales y relata la historia de dos jesuitas portugueses, Rodrigues y Garpe, que se ofrecen voluntarios para introducirse en un Japón cerrado a cal y canto y en pleno paroxismo persecutorio contra los católicos. Trataban de esclarecer si el padre Cristóbal Ferreira, su profesor en el seminario, había renegado de la fe luego de ser sometido al tormento de la fosa, tal y como había sido transmitido al mundo exterior por comerciantes holandeses protestantes cuya información era sospechosa debido a su adscripción religiosa. Los personajes centrales de la novela, además de los citados, son el padre Valignano, quien había fundado un seminario en Macao, de donde parten los jóvenes misioneros y donde se centralizaba la información que tan a cuentagotas salía del país del sol naciente; y dos japoneses: Kichijiró, quien se ofrece para introducirlos en su propio país, un judas siempre dispuesto a traicionar y pedir perdón para volver a traicionar; y el taimado gobernador Inoue, inquisidor y perseguidor de cristianos a pesar o precisamente por haber sido el mismo cristianizado. Vi la película, 140 minutos no sé si largos o meticulosos; allá cada cual, y me encantó. Scorsese es un genio de la fotografía y del sonido. El Japón que retrata está continuamente encapotado, ahora el chaparrón, luego las nubes. El mar es tormentoso y de color peltre. El sonido de los fenómenos naturales, vientos y lluvia, hierba ondulante, bramido de las olas, hace innecesario por momentos el diálogo entre humanos. Tal despliegue de oficio cinematográfico me llevó a concluir que lo que estaba viendo era puro cine y que el director recreaba un Japón tal como debió ser. Llevar al espectador a confundir la ficción con la realidad es triunfar en el empeño. Scorsese lo logra, de ahí mi reconocimiento.

En una crítica periodística había leído que el guion de la película era totalmente fidedigno con el libro de Endô, cosa bastante inusual, pues los autores literarios se quejan habitualmente de los destrozos que sufren sus obras llevadas al cine. Pues no. Si bien es cierto que se adapta casi en su totalidad a la novela, diálogos incluidos, el final es diametralmente opuesto. Otra vez un director se ve obligado a pagar al césar-Hollywood lo que es del césar: un final promisorio con pretensiones de moraleja feliz. Lo descubrí tras leer el libro, cosa que les recomiendo. No se trata de una novela extensa, de esas con las que necesitas lápiz y papel para seguir la trama o recordar los personajes. La leí casi sin respirar por la sencillez de vocabulario y la limpieza de la narración, inteligible hasta entrarte por la vista. Y tremendamente humana.

El padre Ferreira apostató tras solo cinco horas de tortura en el foso. Él, que había enviado a misionar a Japón; él, que había sido superior de los jesuitas en aquel país; él, que había visto morir martirizados a otros jesuitas; él, que sabía del impacto enorme que su apostasía tendría en todo el orbe cristiano. Aún más, Ferreira, ya apóstata, presiona al entonces detenido padre Rodrigues para que siga por su camino pisando el fumie, pequeño relieve de metal con las caras de la Virgen y de Jesús que le es expuesto bajo su pie. Y, todavía más, le pide que lo haga en presencia de cristianos también torturados y, enorme chantaje, prometiéndole que con ese simple acto serán salvadas las vidas de los feligreses. En una palabra: transfiere la culpa de los verdugos al padre Rodrigues pues si él apostata las vidas de todos serán preservadas. Mientras tanto, y a pesar de todas las invocaciones -“Eli, Eli, lamma sabacthani?” (Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado), suplicaba Cristo en la cruz (Salmo 22-Mateo 27:46)- Dios permanece en silencio. Ese tronante silencio es el hilo conductor de la película, la novela y la propia vida cuando en la adversidad se ruega el amparo divino y no se escucha respuesta alguna. Ferreira porfía y presenta la causa del cristianismo en Japón como perdida desde el inicio: “Al dios de nuestra fe le pasa en este país lo que al cadáver del insecto atrapado en la tela de araña, que conserva la forma pero se queda sin sangre y sin sustancia”. Y engatusa: “Vas a dar la prueba de amor -para salvar a los campesinos analfabetos y pobres feligreses- más dolorosa que nadie haya dado jamás, pisar el fumie”. No se puede soñar más espantoso dilema. Y el padre Rodrigues no es una figura del Antiguo Testamento que no entiende de compromisos. Ni lucha por los principios ni lucha por poder dar testimonio de ellos por lo que cumple la exhortación que dieciséis siglos antes hizo Jesús a Judas: “Sal, ve y haz lo que tienes que hacer”. Así que Rodrigues traiciona y apostata, pero deja sin resolver el dilema: ¿Salva su alma un pastor que renuncia a Cristo por salvar la vida -y quizás el alma- de las ovejas que Cristo le encomendó? ¿No vale la pena perder el alma propia si así salva a las ovejas?

En la revista Religión en libertad, reflexionando sobre este dilema, Pablo J. Ginés se pregunta si sería justo presentar como “creyentes razonables” a Ferreira o al propio Rodrigues y considerar fanáticos a quienes habían dado su vida antes que abjurar. Porque todo lo que sucedió después en Japón resulta pálido, fantasmal, enfermizo y funesto. En 1873 llegó la libertad religiosa y se vio que quedaban unos 30.000 practicantes de un culto a los antepasados en el cual Cristo o la Virgen eran un antepasado más. Se diría que su cristianismo se confundía con el budismo, pues Jesús, al igual que Buda, era reconocido como un hombre excepcional pero carente de divinidad, y Deus, la palabra que les había enseñado Javier, no era otro que Dainichi, el gran sol o sol naciente. Casi sonaban igual. ¿Acaso no había escrito el propio Javier acerca del malentendido? Así que, después de todo, ¿para que sirvieron los martirios? Scorsese, como Endô, cuestiona la idea del martirio por entender que no es santo ni siquiera correcto. Una voz mística dice a Rodrigues: “¡Pisa! porque para ser pisoteado por lo hombres nací en este mundo”. Pero ¿no es acaso la historia de la humanidad un compromiso con la verdad, la bondad, el amor y la belleza casi siempre a costa del sacrificio? ¿Hubiese sido posible la pervivencia del mensaje de Cristo sin la fe y el martirio, su testimonio más extremo? ¿Pero no habíamos quedado en que el fin no justifica los medios? Otra vuelta de tuerca: ¿La apostasía de Rodrigues era también un sacrificio y por lo tanto cristianismo esencial, pues él se pierde, sí, pero salva a los feligreses? En la película, que no en el libro, Rodrigues vive muchos años y es enterrado bajo el rito budista con un rosario que habían ocultado entre sus manos. Alguien dijo en cierta ocasión: “Siempre he tenido una vida secreta y siempre ha sido la verdadera”.