H ACE ya siete años. Siete. ¡Cómo pasa el tiempo! Aunque a algunos no parezca cobrarles tributo alguno. Por lo menos, en lo físico. Rufi está como siempre. Vistas las imágenes de hace siete años en el Palacio Euskalduna y visionadas las del último fin de semana en el congreso de Sortu, la figura del dirigente de la izquierda abertzale resulta inalterable. Téngase esta apreciación como un halago. No lo digo yo. Me lo comentaba el otro día una compañera. “Por el rubio no pasan los años”. Y es cierto. A renglón seguido, alguien apostilló con ironía: “De esa imagen solo envejece el cuadro que tiene a su espalda”. Como en la obra maestra de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray.
Pero han pasado siete años ya -¡cómo corre el calendario!- desde que el mencionado Rufi Etxeberria y el abogado Iñigo Iruin presentaran en Bilbao, con inusitada expectación, los estatutos de la nueva formación política en ciernes: Sortu. Las videotecas recuperaron el momento. Un espacio trascendente, de gran relevancia política. La izquierda abertzale emergía a un nuevo tiempo deslegitimando la violencia y rompiendo años de estrategia político-militar. Fue un paso notable que rompía con el pasado y que desbarataba también la ilegalización política.
Siete años, siete, del alumbramiento, del renacimiento de la izquierda abertzale. Aquella ruptura sembró de esperanzas el horizonte de este país. Algunas expectativas se han cumplido satisfactoriamente. Otras esperan aún verse satisfechas. Luces y sombras.
En el ámbito general, la configuración de Sortu nos ha traído a todos los vascos un bien incontestable: el final de la actividad violenta por parte de ETA. Porque no se entiende el “cese armado” sin la ruptura del nudo gordiano político-militar por parte de la izquierda abertzale. De ahí que cuando desde ese mundo se reivindica un “cachito de paz”, debamos darles la razón. Es cierto que la actividad terrorista había sido derrotada por la acción policial, judicial y el rechazo social. Pero no es menos cierto que, siendo esto así, la certificación del final del ciclo fue materializada por la decisión unilateral e inequívoca de la izquierda abertzale, que dejó clara su voluntad de punto final. En ese sentido cabe adjudicarse a cada cual su parte de responsabilidad. Y la decisión asumida por Sortu de actuar única y exclusivamente por vías pacíficas y democráticas resolvió la incógnita de una ecuación que se cernía como una pesadilla constante para el conjunto de la sociedad vasca. Al césar lo que es del césar.
Otra cosa bien distinta es que aquel pronunciamiento radical no haya sabido resolver en su totalidad las consecuencias que debía haber producido. Siete años después de aquel hito, la izquierda abertzale mantiene pendientes decisiones que lastran su proyección y crecimiento. Porque para aspirar a liderar políticamente a un segmento social es necesario eliminar los obstáculos internos que le persiguen sin solución de continuidad.
Siete años es ya tiempo suficiente para, si se quiere liderar la vanguardia de un movimiento político, despejar las interferencias heredadas de un pasado en el que la política era un apéndice de una estructura bélica. Por mucho que la hoja de ruta de apaciguamiento configurara un camino de negociación, la realidad siempre supera al deseo. Las cosas no son como uno quiere que sean sino que simplemente son. Y por mucho que se repita que el desarme, la desmilitarización o la humanización del “conflicto” vendrán de una acción negociada y pactada entre ETA y los gobiernos español y francés, si estos no lo admiten -ni lo han hecho ni lo harán-, la izquierda abertzale deberá habilitar nuevas fórmulas, nuevas soluciones, que impliquen, mal que les pese, decisiones unilaterales que, especialmente para ellos, resulten eficaces. Porque quien espera, desespera. Eso es lo que en todo este tiempo -siete años ya- enreda y atenaza a Sortu. Acabar significa cerrar, poner punto final. Solo así se podrá iniciar con energía un nuevo capítulo.
El problema que se observa es que en todo ese mundo parece haber sectores que no tienen claro cómo escribir la última página de la historia del mito, de la organización que lo fue todo y que parece atrapada en una encrucijada que, a modo de tapón, atasca el camino de la nueva izquierda abertzale. En su último comunicado, que hemos conocido tras el lamentable episodio de Luhuso, ETA anunciaba su voluntad de declarar “lo antes posible que ya no es una organización armada”. Deshabilitar el arsenal existente es una asignatura que hace tiempo debía haber resuelto ETA (¿para qué quiere las armas quien ha decidido ya no volverlas a utilizar?). La cuestión no es que ETA -como insospechadamente ha afirmado Patxi Zabaleta- se convierta en una “organización sin armas”. La clave está en que deje de ser “organización”. Sin objeto social no tiene sentido mantener una estructura. Además, perpetuar la entelequia lo único que hace es dificultar la capacidad de liderazgo de Sortu. Por no hablar del obstáculo que supone para sus militantes -que accedieron voluntariamente a su activismo- decidir por sí mismos qué camino personal proseguir ante la evidencia cierta de que el proyecto por el que comprometieron su acción vital, con sus consecuencias, se encuentra en extinción, finiquitado.
Mientras eso siga atascado, difícilmente repuntará Sortu. El retorno de Otegi a la primera fila de la formación política de la izquierda abertzale presagiaba un cambio de tendencia. Parecía como si, de una vez, se centrara toda la atención en el potencial ideológico y político del nuevo proyecto que hasta entonces había subrogado su protagonismo en la miscelánea de EH Bildu. Pero para que Otegi desplegara todas sus habilidades y procurara atraer la ilusión perdida en torno al proyecto de Sortu, debía haber tenido el camino despejado de obstáculos internos. Los etxeko lanak pendientes deberían haber sido resueltos. Y no ha sido así. Siete años después siguen ahí, dificultando y embargando el recorrido de un partido que quiere y no puede mirar al conjunto de la sociedad vasca. Quiere y no puede porque lo que de verdad le apremia y le ocupa son sus problemas internos insatisfechos.
La renovación anunciada tendrá que seguir esperando. Por mucho que el nuevo cuadro dirigente se esmere en esbozar nuevas líneas de actuación, terminan hablando de lo mismo. Las últimas declaraciones de Miren Zabaleta, una de las llamadas a encabezar el nuevo rumbo, atestiguan el colapso. Su pensamiento sigue estando en “los presos, en los exiliados, en la resolución del conflicto”, un “nuevo relato sin vencedores ni vencidos”. Dando vueltas una y otra vez a la misma rotonda, sin encontrar la salida. Y en ese bucle se vuelve a acuñar el discurso viejuno de que para tejer alianzas y complicidades con el PNV se diferencia a su base militante, a la que se adula, y a sus dirigentes, con quienes nada se puede hacer. Maniqueísmo trasnochado de tiempos pretéritos en los que la confrontación era la única respuesta que se esperaba de la izquierda abertzale. Excusas y pretextos que hoy sobran.
Siete años. Siete. De Sortu a Birsortu. De nacer a resurgir. Como si en siete escasos años de vida el proyecto original se estuviera ahogando y necesitara nuevo oxígeno para seguir adelante. Ojalá hayan tomado aire suficiente para poder derribar los obstáculos que les dificultan la marcha.
El tiempo pasa para todos. La cuestión es saberlo gestionar. De ellos depende progresar o envejecer anticipadamente. Quienes vamos a cumplir 122 años en el camino sabemos de lo que hablamos.