MAYORITARIAMENTE benigna y molesta, la gripe, infección que en excepcionales circunstancias puede resultar mortífera, está provocada por uno de los más simples y minúsculos virus que, con solo ocho genes, consigue, año tras año, agitar los sistemas sanitarios del primer mundo hasta revelar la vulnerabilidad de una estructura que fuera de esta contingencia aparenta ser robusta y consolidada. Desde que, 400 años antes de la Era Común, Hipócrates describiera la existencia de una epidemia de gripe, los brotes se han seguido documentando; cada invierno, la Sanidad vuelve a tiritar infectada por el virus influenza.

En las últimas semanas, Francia se ha enfrentado a una epidemia extraordinariamente agresiva que ha llevado al práctico colapso de su atención sanitaria. En plena campaña electoral, la ministra de Sanidad ha debido responder a las acometidas de organizaciones médicas que atribuían el desastre a la degradación que han ocasionado los recortes económicos en su sistema sanitario.

Aunque con una menor tasa de gripe, el Sistema Nacional de Salud inglés se ha visto obligado a declarar la alerta negra en 23 hospitales para garantizar la seguridad de sus pacientes; se suspendían operaciones programadas, se cerraban unidades -oncología y maternidad incluidas- por la imposibilidad de atender adecuadamente. En un centro se llegó a declarar un incidente crítico, el nivel más alto de disfunción, debiendo permanecer los pacientes en la ambulancia hasta que se dispuso de espacio en Urgencias.

En nuestra comunidad, el adelanto de la fecha de la epidemia también ha provocado la saturación de las consultas ambulatorias, de los servicios de urgencias y de los hospitales. Sin llegar a los catastróficos niveles de otros países, se han activado planes de contingencia habilitando camas y contratando personal.

Estos incidentes no son una muestra de desconocimiento de la evolución de las epidemias; por el contrario, hemos avanzado sustancialmente. Hoy hemos identificado el virus que la provoca y su forma de transmisión, las medidas higiénicas que limitan su difusión y contagio, disponemos de un mecanismo preventivo y sabemos que habitualmente no produce la muerte ni graves complicaciones. Por ello, para su diagnóstico no se precisan exploraciones complementarias ni se requiere un tratamiento especial, ya que la ingesta de abundantes líquidos, el reposo y los antitérmicos son suficientes para sobrellevar el quebranto que produce. No obstante, a pesar de toda nuestra sabiduría sobre la enfermedad, la situación de desbordamiento sanitario se repite anualmente entre el invierno y la primavera.

El primer condicionante de este fracaso colectivo es la insuficiente utilización de las directrices -debemos quedarnos con nuestros virus y no cedérselos al resto de la humanidad- que limitan la propagación del microorganismo debido al escaso valor que concedemos a las cuestiones que no cuentan con el barniz de la sofisticación tecnológica.

Sin embargo, el principal responsable del fracaso en la erradicación de la gripe es el desacierto científico a la hora de diseñar una vacuna universal y efectiva. El virus es siempre el mismo, pero se disfraza para esquivar nuestro sistema inmunitario. Por ello, cada año la vacuna se elabora en base a estimaciones epidemiológicas. La mayoría de las previsiones son acertadas, aunque no están exentas de fallos y grandes fracasos. Para complicar el escenario, las vacunas actuales no confieren una inmunidad total contra la enfermedad. Dependiendo de la situación del sistema defensivo del organismo, la respuesta varía; así, el envejecimiento, que también afecta al sistema inmune, provoca una reacción menor a la vacuna. Nuevamente, los más necesitados, la personas mayores con enfermedades crónicas, son las que muestran menor respuesta a la inmunización.

La vacuna de la gripe es el único recurso preventivo a nuestra disposición, aunque, en realidad, no resulta tan efectivo como debiera. Los datos más optimistas -quizá demasiado- muestran que el efecto protector solo se consigue en alrededor de la mitad de las personas vacunadas y no se prolonga más allá de la temporada en la que se aplicó. No estamos hablando aquí de las estupideces seudocientíficas de los grupos antivacunas. La Colaboración Cochrane, una organización científica independiente y fiable, ha revisado los escasos estudios publicados sobre inmunización gripal llegando, entre otras, a la conclusión de que no existen pruebas que sustenten la políticas sanitarias que fomentan la vacunación de los mayores de 65 años sanos, y de que no se ha demostrado que la vacunación del personal sanitario reporte un efecto protector en las personas que atienden.

Con una respuesta tan modesta y efímera a la vacunación, la escasa aplicación de las medidas que evitan el contagio y unas condiciones ideales para la propagación del virus, este año, el número de personas afectadas ha superado el rango epidémico y los Servicios de Urgencia de algunos hospitales europeos se han vuelto a mostrar incapaces de contener las avalanchas provocadas por esta -previsible y anunciada- epidemia. Un colapso en la atención urgente que ha desencadenado que en algunos países tiriten los cimientos del sistema sanitario al arreciar las críticas dirigidas a los políticos que, evidentemente, han desviado sus responsabilidades hacia la mala utilización que se hace de los servicios de urgencias.

Abordar esta cuestión inculpando a la ciudadanía no parece ser la mejor estrategia y aplicar medidas correctivas en el lugar donde se hace visible el problema, en los servicios de urgencias, es alejarse de la solución. Las razones por las que se abarrotan y dejan de cumplir su misión no son consecuencia de sus disfunciones y deben rastrearse en las etapas previa y posterior al paso de los pacientes por ellos. Una presa puede romperse por un fallo en su estructura, aunque es más fácil que ocurra cuando la capacidad de agua que le llega supera la capacidad de descarga de sus aliviaderos. Para dar respuesta a esta cuestiones, ya prehistóricas, no son válidas las mismas soluciones de siempre -que ya se han mostrado lentas e ineficaces- ni la anárquica improvisación; tampoco se requiere demasiada innovación, solamente se precisa una buena evaluación de las necesidades reales y dotar de una flexibilidad estructurada al sistema.

Por ello, es preciso comenzar por poner el foco en una Atención Primaria que, por infradotada y sobresaturada, se ve rebasada por los nuevos retos que plantean los cambios demográficos y que se gripa ante un envite infeccioso esperado. El único camino es aportar los recursos materiales, humanos y organizativos que precisa y potenciar la atención sociosanitaria, con lo que tendrá más capacidad para contener y resolver satisfactoriamente la avalancha que, de otra manera, provocará la saturación de los servicios de urgencias.

A la vez, será preciso rediseñar el aliviadero de los servicios de urgencias, la atención hospitalaria. Los progresos en las técnicas y en la calidad de los cuidados médicos, sumados a las mejoras en la gestión, han conseguido optimizar el número de camas hospitalarias a costa de asumir una pérdida de plasticidad ante eventos que generan un número de ingresos muy superior al habitual. La situación económica a la que nos han llevado no permite mantener plantas de hospital libres en previsión de una epidemia de gripe, pero tampoco debe condicionar que los enfermos deban esperar en las ambulancias para ser atendidos, como ocurrió en Inglaterra. Esta debería ser la realidad a asumir: disponer del número de camas necesarias para garantizar el funcionamiento rutinario y de herramientas que les doten de capacidad para suspender actividad programada, susceptible de retrasarse, ante eventos extraordinarios.

Nos encontramos desarmados ante los atávicos miedos y provocados temores que nos genera la benigna gripe. Falta educación sanitaria para aplicar las sencillas medidas que han demostrado su eficacia y deben explicarse, sin paternalismo, los verdaderos conocimientos sobre la actual vacuna hasta que llegue una totalmente efectiva. Mientras se consigue, las medidas organizativas en Atención Primaria y hospitales pueden ayudar a que los servicios de urgencias hagan lo que tiene que hacer: atender situaciones urgentes.