CUANDO era chaval había un dicho que se repetía sin mayor fundamento: “Comer pan atonta”. Digo que no tenía aquello mucha razón porque conocí atontaos que lo eran sin necesidad de pegar un mordisco a hogaza alguna. Vamos, que su condición venía de fábrica.
Sin embargo, años después, he llegado a la convicción de que hay algo hoy en día que idiotiza al personal: los teléfonos-artilugios de última generación con múltiples aplicaciones. Tenerlos, como tal, no genera contraindicaciones pero, que yo sepa, nadie posee un iPhone para dejarlo guardado en la caja. Según datos de la propia empresa de la manzana, quien tiene un dispositivo como el mencionado lo desbloquea una media de ochenta de veces cada día. Esas ochenta activaciones de media suponen que en una hora abrimos el dispositivo en cinco ocasiones. Contando que al día pasamos despiertos 16 horas, cada doce minutos miramos el aparatito. ¿Para qué? ¡Paraguayo! Alelados estamos. Todo el día colgados de la pantalla. Viendo gatitos y perritos en feisbuk o mandando guachaps sinsorgos al compañero de al lado. Memes se llaman ahora. “Memeces”, digo yo.
Así pasa lo que pasa, que no nos enteramos de nada. Ni de lo verdaderamente importante. Muchas veces, estamos tan absortos en lo irrelevante que nos olvidamos de lo fundamental. Como, por ejemplo, las alertas sanitarias que nos previenen de los riesgos para la salud que se avecinan de inmediato.
¡Que viene la gripe! Ni caso. ¡Que hay que vacunarse! Que se vacune Rita. Que cuando se tose o estornude se cubra la boca y la nariz con un pañuelo. Mejor con un clínex o papel. Y si no hay pañuelo, con el borde superior del brazo. No con las manos. Que el virus también se transmite por contacto directo. De ahí que sea conveniente lavarse las manos repetidamente (hay quien, como Torrente, solo se lava las manos cuando va a orinar; antes de, no después). Recomendaciones... al maestro armero.
Conozco gente que es como un arma andante de destrucción masiva. Hasta hace bien poco, tuve un compañero de trabajo que para este tema de la salud comunitaria era como la peste. En el grupo del currelo le asignamos el sobrenombre de Ask. Él creía que obedecía a la abreviatura de askatu, pero no. Era Ask de askeroso.
El petardo en cuestión, hablador hasta el aburrimiento, tenía la mala costumbre de, en cada conversación, apoyar sus palabras con el tacto. Un sobón. Es decir, que siempre tocaba a sus interlocutores. Lo que para él era un gesto de aproximación y de cercanía, para los demás resultaba una calamidad. Sobre todo cuando segundos antes de sentir su mano en tu hombro, le habías visto sonarse los mocos.
La estampa todavía me horroriza. Ask llegaba a la estancia y saludaba con una mano. Con la otra, sacaba del bolsillo de su pantalón un pañuelo de tela hecho una pelota, lo estiraba dando al arrugado trapo un golpe en el aire, lo acomodaba entre sus dedos y, llevándolo a las fosas nasales, soplaba. Era como escuchar las trompetas de Jericó. Terminada la acción, volvía a arrebujar el moquero para guardarlo nuevamente en el bolsillo. Inmediatamente, te palmeaba en la espalda. “¿Qué pasa chaval?”. Dantesco. Enfermabas al instante. Había días que cuando sacudía aquel pañuelo, en el aire, a contraluz, se podían ver micropartículas en suspensión. ADN flotante. Virus esparcidos como caramelos en una cabalgata de reyes.
Mis compañeros y yo no supimos cómo decir a aquel individuo lo marrano que era y la amenaza de epidemia que generaba su ponzoñoso comportamiento. Un día, le pedí que se lavara las manos. Estiró los dedos y mirándome fijamente me dijo: “El agua está llena de gérmenes. Mis manos están limpias como una patena”. Y me pegó una palmadita en la cara. Casi sufro un shock anafiláctico.
Armados de valor, a la desesperada, le hicimos entrega de unos paquetes de clínex pero, lejos de hacer caso al principio de usar y tirar, una vez utilizados los papeles, los iba guardando embadurnados en sus pantalones. Lo positivo de aquello era que la celulosa absorbía el pegamento e impedía que la pelota se desenvolviera como la tela y regara el ambiente de elementos genéticos virales. Los clínex fueron pasajeros. No soportaban múltiples utilizaciones. Aunque el majadero lo intentara. Pronto volvió al pañuelo tradicional. La celulosa, según él, le irritaba la nariz.
El destino laboral de los que conformábamos aquel grupo se fue diversificando. Cada cual siguió su camino y Ask, también. El ratio de resfriados y dolencias catarrales de todo tipo disminuyeron notablemente tras la separación. Al menos, en lo que a mí respecta. Me consta que las costumbres higiénicas del compañero del moquero siguen siendo parecidas. Nadie se ha cuestionado regalarle un iPhone para que pase el rato sin perturbar a su entorno. Quizá esa sea la solución, la vacuna perfecta para que el gorrino viva ensimismado abriendo y cerrando el cachivache. Cuando llegue ese día, Apple temblará. Por riesgo cierto de infección vírica.
El PP vasco sigue en período febril. Apelan al diálogo, pero lo hacen blindados en el aislamiento. No parecen darse cuenta de su delicada situación. Quinta fuerza política en la Comunidad Vasca y cuesta abajo sin desmayo hacia la irrelevancia. El retorno de Alfonso Alonso al puente de mando de los populares hacía albergar la esperanza de que su notable experiencia diera un giro al timón de la nave conservadora encontrando el rumbo de la estabilidad que el PP necesita en Euskadi.
Su retorno de Madrid a Gasteiz fue toda una señal en ese sentido. Volvió en un momento delicado. Tras la crisis de liderazgo provocada por la marcha de Quiroga, con el desalojo de Maroto y su refugio en Génova. Con unos resultados electorales bajo mínimos que les dejó fuera de la mesa parlamentaria. Alonso llegó mediante un aterrizaje forzoso y accidentado. E interpretó que la política vasca le recibía mal. Interiorizando como afrenta personal las desdichadas consecuencias de la herencia recibida. Y no. No había ajuste de cuentas hacia su persona. La cuestión es que aquí las cosas habían cambiado mucho desde que él partiera hacia Madrid, primero como portavoz parlamentario y luego como ministro. Aquí, los suyos habían dejado su ámbito de influencia como un erial. Y aclimatarse del calor de la Corte al frío del último puesto de la oposición cuesta lo suyo.
Alonso es una persona inteligente. Abandonó el confort del ministerio para aplicar un cordón sanitario a su partido en Euskadi. Su afán es recuperar a su partido de la gripe permanente que le mantiene aislado. Abrirse a la nueva situación. Pero tal propósito no se compadece con el mantenimiento de posiciones numantinas que hablan de no incorporarse a la nueva Ponencia de Memoria y Convivencia que el Parlamento Vasco pretende aprobar la próxima semana. ¿Cómo mantenerse al margen del debate parlamentario si lo que se viene en reclamar, mañana, tarde y noche es diálogo?
Resulta entendible que Alfonso Alonso no haga un rompe y rasga de la acción política desarrollada hasta ahora por su formación en Euskadi. Pero nadie entendería que mientras su partido comparta escaños y hasta votaciones coincidentes con EH Bildu en las instituciones del país, se aferre a la trinchera del inmovilismo en la búsqueda de una convivencia normalizada para el horizonte vasco so pretexto de que allí, y solo allí, no puede compartir espacio con la izquierda abertzale. Interpretar que la nueva ponencia de convivencia pretende “blanquear el pasado” de violencia es un exceso. Una consecuencia amarga de la gripe política instalada en el PP vasco. Alonso debe evitar el contagio y, si es posible, restablecer la salud del cuerpo político que representa. Clínex, lavarse las manos e hidratarse para acabar con el virus de soledad y aislamiento. El diálogo se practica hablando.
Habrá que confiar en la inteligencia y en la responsabilidad del dirigente popular. Los mensajes de confrontación y anclaje al pasado que desde su entorno llegan a modo de declaraciones públicas merecen no ser atendidos. Perseverar en la trinchera no conduce a ningún lado salvo al agravamiento del paciente. El teléfono está para hablar. Y hablar siempre es bueno. Como comer pan. Inténtenlo, que no atonta.