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¿Fidel o Castro?

DESDE hacía un tiempo había dejado de ser un político de alcance internacional para convertirse en un icono. Ni su deterioro físico ni las cada vez más esporádicas apariciones públicas apartaron su frágil imagen de anciano vestido con chándal de la curiosidad de medio mundo. El vigoroso barbudo de otros tiempos, vestido siempre de verde oliva, había devenido en un hombre cuya voz era apenas audible y cuyos miembros se movían con la dificultad propia de alguien de edad avanzada.

Su indiscutible vida épica, junto con la del Ché, marcaron los rumbos ideológicos de millones de jóvenes de varias generaciones. Su oposición al corrupto y cruel Fulgencio Batista, el entonces presidente; su lucha armada en la sierra y finalmente su victoria y entrada en una enfervorizada La Habana hicieron del abogado Fidel Castro un líder revolucionario con proyección mundial durante largas décadas. Más aún cuando ante la hostilidad de los sucesivos gobiernos estadounidenses decidió dar el salto al bloque socialista. Desde entonces, el mandatario cubano se convirtió en el centro de la diana de la CIA.

No dejaba a nadie indiferente. Para algunos fue un garante de la dignidad de los más débiles frente a los abusos de los más ricos, para otros fue un dictador que privó a la isla del desarrollo económico. Los que le querían le llamaban “Fidel” o “mi comandante”, los que le detestaban se referían a él como “Castro”, un apellido cuyas tres consonantes le dan rotundidad y dureza. Pero por encima de todo y de todos, Fidel Castro era dios; era el ser que todo lo veía, que en todas partes estaba y que todo juzgaba; era el dios de las Sagradas Escrituras. Como tal obró el milagro de que el difunto Karol Wojtyla, el Papa más anticomunista de los últimos tiempos, fuera a visitarle y se sentara a su diestra en Cuba.

Una noche estrellada y ya muy avanzada de hace casi tres décadas, un grupo de periodistas vascos fuimos a ver a dios y a entrevistarle en el Palacio Presidencial de La Habana. Él tenía entonces 62 años llenos de vitalidad que le permitían despachar hasta muy tarde. Aunque siento cierto desdén por la mitomanía que convierte a cualquier petimetre en objeto de reverencia y admiración social, debo reconocer que la figura del comandante me resultó más imponente de lo que en un principio hubiera pensado.

Allí estaba él, un hombre de notable estatura que enseguida se dirigió a nosotros consciente de su poder y magnetismo. La entrevista, creo que el resto de los compañeros presentes estará de acuerdo conmigo, fue bastante estrafalaria. Realizada a altas horas de la madrugada y después de habernos convocado a través de los altavoces de una discoteca a rebosar, transcurrió por la línea de ¿qué pasará con el futuro de Cuba? Eran los años en los que el bloque socialista se caía a pedazos, la Unión Soviética había desaparecido como tal y con ella la ayuda que prestaba al país caribeño. La situación era angustiosa y todos nos preguntábamos si Cuba podría salir adelante sin hacer las reformas políticas y económicas que le exigían los países más poderosos para ayudarle. En Cuba, al revés de lo que ocurre en la mayoría de los países, la economía se subordina a la política.

Nuestro interlocutor, un maestro en el arte de capotear las preguntas de los periodistas, contestó cómo quizá ya habíamos previsto; con respuestas extensas e inconclusas. Su afán didáctico reducía nuestro papel a simples convidados de piedra. Es verdad que tampoco nos exigió un cuestionario de preguntas, como he visto en otras muchas ocasiones. Puede que fuese una conversación interesante, pero no pasó de periodismo diluido. Castro negaba la mayor ante cualquier pregunta comprometida y Fidel te hacía sentir cómplice.

Recuerdo esta anécdota ahora, en tiempos donde parece que el periodismo ha perdido la partida frente a los poderosos y cuando el griterío parece silenciar un periodismo honesto que con sacrificio y escasez de medios aún se sigue haciendo.

En los veintiocho años que han transcurrido desde nuestra entrevista, muchas cosas han cambiado en la isla. La economía ha permeabilizado algunos usos y negocios impensables en el pasado. La dureza del periodo especial de los años 90, donde el PIB se contrajo en más de un tercio, forzó al régimen cubano a una leve apertura política y provocó incipientes desigualdades sociales.

Ahora, con su fallecimiento, y convertido ya en figura icónica, no habrá marcha atrás. Los ritmos del cambio los marcará el pueblo cubano. Algunos esperamos que el éxito les acompañe en la nueva andadura, en la que el papel del nuevo presidente estadounidense, Donald Trump, puede ser crucial y, si me preguntan, poco tranquilizador.