El raca-raca del raka-raka
UNO de los raca-racas que manejan las formaciones políticas que operan en Euskadi como sucursales de sus centrales en el Estado es la descalificación de las aspiraciones de mayor autogobierno que apoyan una inmensa mayoría de la sociedad vasca. Parapetados en una supuesta modernidad, sus posiciones son, por el contrario, una manifestación más del anacrónico nacionalismo de algunos Estados que obstruye hoy la consolidación de la Unión Europea. Son expresión del miedo y la resistencia a asumir que la lógica de los tiempos obliga a revisar de manera definitiva unos conceptos sobre soberanía e identidad nacional que no sirven hoy para responder a los retos globales a los que nos enfrentamos.
Baste recordar que, si pensamos en el nivel global, ninguno de los Estados actuales de la Unión, por sí mismo, tiene dimensión ni capacidad para jugar un papel coherente en la geopolítica mundial. Esa evidencia se manifiesta cada vez que fracasamos como Unión Europea en los grandes conflictos internacionales, precisamente por nuestra incapacidad para presentarnos y actuar como Unión. Lo mismo cabe decir cuando topamos con las restricciones nacionalistas que lastran el Tratado de Funcionamiento de la Unión, por ejemplo en materia energética, que limitan la eficacia de las políticas europeas sobre cambio climático. Otra lamentable manifestación de los desastres que origina este empecinamiento es el trasnochado concepto de “seguridad nacional”, incapaz de responder a una amenaza global como el terrorismo internacional o una acción humanitaria como la que requiere la política de asilo.
Pero es que si pensamos en términos de proximidad ocurre algo parecido. En el mes de noviembre de 2014, en Hondarribia, participé en un seminario del Partido Demócrata Europeo sobre cooperación transfronteriza. En mi memoria quedó grabado a fuego el mapa que presentó uno de los ponentes. En aquella imagen, una especie de termografía sobre el desarrollo económico e industrial en Europa, se veía con toda claridad una lógica de sinergias económicas y desarrollo completamente ajena a las fronteras de los actuales Estados miembros de la Unión Europea.
Esa realidad, esa lógica se ha ido imponiendo en el diseño de las políticas europeas que apoyan la economía real y conduce hoy las políticas de innovación, las de apoyo a las pymes, las de cohesión, etc. bajo el principio de “especialización inteligente”. Se trata, en resumen, de analizar las fortalezas de cada región, identificarlas, centrar en ellas los esfuerzos de innovación, construir sobre esas bases partenariados público-privados y hacer jugar esas capacidades con las del entorno, creando así sinergias que no entienden de fronteras y dan lugar a termografías de desarrollo como la que comentaba.
Refiriéndose a esa filosofía, la anterior comisaria de Innovación, la irlandesa Maire Geoghegan-Quinn, explicó en un pleno durante la pasada legislatura las claves de este cambio de orientación de las políticas europeas y, en su intervención, afirmó textualmente: “Viendo la trayectoria de treinta años en el País Vasco en el apoyo a la innovación, hay esperanza para Europa”. Esta línea de acción se ha consolidado definitivamente para orientar las políticas de cohesión de la UE. De hecho, en el último pleno del Parlamento Europeo, la Eurocámara aprobó nada menos que cuatro informes dedicados a analizar las políticas europeas de competitividad en los que se animaba a profundizar en esta filosofía.
Así, no es casualidad que las regiones eficientes, las que muestran alguna llamativa especificidad, sean objeto de estudio en Europa. Y Euskadi, sin duda, lo es. Los diferenciales de renta, paro, desarrollo humano, niveles de educación o fracaso escolar con las medias estatal y europea, especialmente si se considera la realidad de la que partíamos hace treinta años, llaman la atención. Por eso, prácticamente cada mes tenemos ocasión, en Bruselas o Estrasburgo, de asistir a presentaciones de alguna buena práctica vasca en multitud de campos de acción. Desde la sanidad a la educación y pasando, por supuesto, por la política industrial o los servicios sociales. He perdido la cuenta de las veces en que representantes de las instituciones vascas han venido aquí, con humildad pero convencimiento, a aportar y aprender. Nuestras instituciones y empresas han explicado aquí desde los 25 años de trayectoria de la RGI a la carpeta del paciente de Osakidetza, pasando por los servicios vascos de open data, la experiencia de excelencia en la presentación de nuestra oferta turística en el mercado on line o el exitoso modelo de cooperación para la innovación industrial aplicada que funciona en el Centro para la Inteligencia en la Automoción (AIC por sus siglas en inglés).
Por eso, regiones y ciudades son cada vez más agentes globales y polos de atracción de inversiones y aparecen nuevas formas de diplomacia, brillantemente retratadas la semana pasada en estas mismas páginas por Jon Azua. Procede, pues, seguir avanzando con humildad y perseverancia en ese camino y no tomarse demasiado en serio las descalificaciones sobre nuestras reivindicaciones de autogobierno, especialmente cuando provienen de quienes han vivido hasta hace bien poco de gestionar fronteras y se resisten a dejar de hacerlo. La lógica estatal, a veces más proteccionista que promotora, no es la que mejor apoya y se adapta a las necesidades de la economía productiva.
Mantener esa capacidad de acción estratégica y mejorar esa posición es la base de la creación de empleo de calidad, de nuestra capacidad para apoyar la economía productiva, y es el primer sentido de nuestras aspiraciones de autogobierno. En consecuencia, defender y reivindicar nuestra posición y capacidades institucionales para seguir jugando en primera división, reivindicar las herramientas y posición que lo permiten es, para empezar, una cuestión de eficacia y eficiencia y nos prepara para un futuro que en algunas cuestiones estamos anticipando y que, desde luego, crea sociedad y por tanto identidad colectiva.
A la vista de la facilidad con que los hechos van haciendo camino en los, al parecer, únicos temas que preocupan a los ciudadanos, prioritarios sin duda para cualquier gobernante responsable, procedería aplicar la misma lógica para desdramatizar también el debate sobre qué es un Estado en el siglo XXI y cómo se puede resolver la cuestión de las múltiples identidades nacionales que hay hoy en Europa. Intentar prohibir que ser vasco, catalán, escocés, flamenco... sume del mismo modo a esa identidad común que llamamos Europa que ser español o francés es muy difícil de entender y justificar. Hacerlo aludiendo a unidades indivisibles, quiebras sociales o sentencias judiciales es falso, discriminatorio, anacrónico, autoritario, estéril y disgregador. Y combinarlo con el discurso de que esas cosas no le interesan a la gente mientras se niega, amenaza, denuncia e impide una enorme contradicción, un verdadero raca-raca.