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Los faros de la costa vasca

Erguidos sobre la costa. Siempre en algún punto prominente, por su altura o por su estratégica posición en un cabo. Asomados a la mar, a la que radiografían para, con su luz, dejar bien claro a los marineros qué peligros acechan en esas noches oscuras de tormentas insidiosas y olas cruzadas. Faros que han alumbrado durante siglos esas navegaciones que lo mismo han llevado mineral más allá de nuestras fronteras que han traído pescado suficiente para abastecer nuestros mercados, nuestros restaurantes y nuestras mesas familiares. Faros que cada uno de nuestros arrantzales conoce por la cadencia de su luz. Ese girar infinito que en uno de ellos puede ser de siete segundos y en otro, de nueve. Los marineros conocen su cadencia y se guían por esa luz amiga que les conduce a casa, cuando vuelven de faenar por uno de los mares más complicados del planeta. Faros a los que el suplemento ON de este periódico dedicó un reportaje el pasado 30 de julio, víspera de la festividad de San Ignacio, día grande en Gipuzkoa y Bizkaia. En sus páginas se glosaban los faros de Biarritz, el más septentrional de la geografía vasca, aupado sobre los acantilados y al que hay que acceder a través de 250 escalones; el Higer, en Hondarribia, que alumbra el camino hacia el Bidasoa; el de Getaria, sobre el Ratón inmortalizado en mil postales y películas; el de La Plata, en Pasai San Pedro, otro punto clave para la navegación comercial de este país; el de Santa Catalina, en Lekeitio, que acoge el Centro de Interpretación de la Navegación, y el de Gorliz, junto al cabo Billano. Sin embargo, el reportaje no dedica ni una sola línea al faro de Matxitxako, en Bermeo, quizás el cabo más importante de la geografía vasca, que, a lo mejor, merece un reportaje especial. Esperemos.