El pasado 27 de julio, a la 1.00 del mediodía, se casó un sobrino mío en el Ayuntamiento de Mundaka. Debido a que mi hermana, madre del novio, está recuperándose de una enfermedad y necesita desplazarse en silla de ruedas, nos encontramos en una situación indigna de la época en que vivimos, el siglo XXI. El Ayuntamiento de Mundaka carece de ascensor y de cualquier otra forma de acceder a la planta principal, donde, entre sus actividades habituales, se celebran las bodas. Gracias a la concejala que celebró la ceremonia y a una empleada del Ayuntamiento, que bajaron unas sillas y pusieron mucho de su parte, ¡celebramos la ceremonia en el portal del propio Ayuntamiento! Claro, al ser día de labor y a pesar de que cerraron la puerta de acceso, la gente que acudía a realizar sus gestiones, llamaba, se les abría... en fin. Uno de los que entró mientras se desarrollaba la ceremonia, ¡fue el propio alcalde!, que fue incapaz de decir ni siquiera un “¡zorionak!”, como sí hicieron, por ejemplo, dos jóvenes arquitectos del pueblo que pasaron por allí. El alcalde, además, quizá haciendo alarde de “yo sí puedo”, o para esconder sus vergüenzas, subió las escaleras de dos en dos. Estuve a punto de llamarle la atención allí mismo, pero por respeto a mi hermana y al resto de la gente, me contuve. A todos los que llevan años haciendo y deshaciendo en ese Ayuntamiento, les dedico, un tanto modificado, el texto que, se dice, está en la tumba del cardenal Richelieu: “Aquí descansan (de trabajo) personas que hacen en la vida mal y bien; el bien que hacen lo hacen mal y el mal que hacen, lo hacen bien”.
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