Le floreció un rencor limpio después de la nube tóxica detectada sobre su cabeza, pero también descubrió que flotaba sobre todas las cabezas. El cojo, por las muletas; el pobre, por su pobreza, y el rico, por el gran miedo a perder su riqueza: todos con un olor de recuerdos podridos, salvo los jóvenes muy atolondrados. Y fue entonces cuando advirtió que un tomate maduro con ajo, sal y aceite de oliva es tan importante o más que la CIA, el ISIS, la OTAN y la madre que los parió. Comenzó a mirar de otra forma a los autobuses urbanos y se desplazaba en ellos para rozarse con la gente. Contempló cómo se vestía, cómo cruzaban las piernas, cómo cada uno se disfraza para el resto, descubriendo otra nube tóxica común y diaria: el qué dirán. Algo mucho más llevadero, comparándolo con los monstruos terroristas de letras grandes. Y una raja de melón, la sonrisa del joven de la esquina, negro, que pide una moneda de rodillas, el patinete del campeón de aceras de sube y baja, la silla de ruedas con gafas de sol y verano, el trago de agua de la fuente a la sombra, la tertulia de las abuelas en el pueblo y en su barrio a la fresca, el pan recién nacido del horno de leña, el autobús eléctrico sin humo y el cucurucho de helado de stracciatella. Todo ello es placer simple, sin complejos de religión que quiere desterrarlo como pecado sobre todo en el sexo, parte elemental del cuerpo como el olfato en el olor de las manzanas; y el tacto de la piel del joven y arrugada del viejo con hermosas arrugas a lucir; y la música medieval en la noche y de gaita al alba. Y la tabla de surf cerca o lejos de los balandros, frente a la playa repleta de top-less, sombrillas y más pereza; el placer de cada día en verano, que ya llegará el invierno, y la nieve, y la frescura y el frío, que nos arrastrará a la leña y al escalofrío. Y así, acaballada en nuestra cadera llevaremos a nuestra propia felicidad, evitando masticar una cólera sorda. Y los amigos. Con buenos amigos, las horas son cortas. “Adiski honekin, orduak labur.”