La industrialización, la caída del muro de Berlín, la revolución francesa y, anteriormente, el cristianismo fueron elementos esenciales, determinantes, en la vida de los ciudadanos europeos. España se ha modernizado, pero hay prejuicios y condiciones socioculturales que impregnan la conciencia española y se resisten a la práctica democrática. La participación ciudadana y la sensibilidad actual se omponen al centrismo, a la corrupción, al paro y defienden la creatividad, la capacidad crítica, los derechos individuales y colectivos, frente al orden, la sumisión, la ley del más fuerte. Ha permanecido siempre la nostalgia de un Estado fuerte y el miedo a concretar participación y protagonismo, que exigirían una reestructuración democrática con mayores autonomías y solidaridad. Los Estados a partir del siglo XVI se han configurado en torno a una nacionalidad española, bajo un pueblo hegemónico al que se subordinan los demás pueblos y naciones. Estados que externamente se proyectan como imperios coloniales en competición con otros, y en el siglo XXI se configuran como sujetos de derechos, equiparando Estado y Nación, e imponiendo el orden jurídico, la razón de Estado, a los demás pueblos y naciones intraestatales. Se buscaba la unidad desde la uniformidad. Ni en el Estado yugoslavo se dio el consenso y en la fusión de los serbios con las otras naciones -eslovenos, croatas, eslovacos, kosovos y macedonios- se impuso la nacionalidad hegemónica con poblaciones que ni siquiera son reconocidas como aspirantes a Estado, pero cuya meta es la Europa del siglo XXI, donde existe un proceso de internacionalización, de abolición de fronteras y de formación de bloques geopolíticos, culturales y económicos, que escapan del control de los Estados y concluyen en modernidad democrática, que exige un credo, unos derechos y un orden que abarquen la soberanía de todos los ciudadanos.
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