Al margen de la debilidad de la democracia que administra e impone a su criterio en Turquía el autoritario y manipulador Erdogan, resulta ya cómico que una vez más el ejército decidiera dar un chapucero golpe de estado que fracasó como era de esperar gracias a la actuación vigorosa y patriótica del pueblo turco que se enfrentó a pecho descubierto a la tropa armado hasta los dientes, quienes causaron un indeterminado número de víctimas mortales. Realmente la tosca e irresponsable casta militar no termina de asumir que en la vida civil de los países democráticos no tiene asignado ningún papel más allá de aparecer como el Leviatán amenazador para mantener un orden que tiene que ser aceptado y vigilado por ellos, pues el resultado de sus intervenciones de fuerza bruta y sin criterio es siempre el caos. Después, tras cosechar un rotundo fracaso, se retiran a los cuarteles para que los problemas que causan sus intervenciones simplistas tengan que ser solucionados con grandes sacrificios de la ciudadanía, sin que nadie les exija responsabilidades por operar en los inaceptables términos de la técnica militar. Una vez repuesto en el cargo, Erdogan anunció, en una borrachera vengativa, la detención de la cúpula militar golpista y la destitución de casi 3.000 jueces, entre ellos varios magistrados del Supremo, con graves amenazas para los implicados, proyectando la reinstauración de la pena de muerte. Pendientes de aclaración de las extrañas circunstancias que concurren en la asonada, todo el proceso tiene aires de vodevil militar, y es el pueblo el único que actuó con responsabilidad y lealtad, enfrentándose a la tropa levantisca. Los militares suponen un riesgo permanente para la democracia, pues se consideran el ángel exterminador que vela cuando creen que los civiles piensan en exceso.