Un día un magrebí amenaza con matarme, cuando llega la Ertzaintza dice que no sabe el idioma, da la identificación incorrecta y cuando veo en el juzgado a su hermano el traductor se ríe en mi cara cuando la jueza no está mirando porque sabe que se han salido con la suya. Otro nos ataca a mi ama y a mí en nuestro propio portal para quitarnos los collares y se va de rositas. A otro que se pasa todo el viaje en tren escupiendo al suelo le digo que no tiene respeto y que es un guarro. ¿Alguien me apoya en el tren? No, porque la gente les tiene miedo. Tras una mirada desafiante que no me acojona, él y su amigo pasan gratis saltando por encima de la cancela. Otro se queda con su coche entorpeciendome el paso al garaje. Me quedo bloqueando la carretera y le pito varias veces, cuando decide mirarme, lo hace con una sonrisa de prepotencia que me hace chillarle: “te quieres largar”, y sigue sin hacerlo, encima me pide respeto. No se marcha hasta que empiezo a llamar a la policía municipal. Todo esto en mi calle.
Muchos no respetan nada, se les da apoyo económico que se niega a los que son de aquí, se les da prioridad para encontrar alojo y trabajo, quitándoselo al que lleva apoquinando o estudiando toda su vida aquí, y siguen sin respetar, no solo por todo lo que se les da, también al ver que no se les castiga por las faltas que cometen. Se creen los amos del mundo. Me llamarán racista, pero en mi edificio tengo gente extranjera que respeta y es maravillosa, entre ellos chinos, hindúes, sudamericanos, rumanos? Lo que no se puede permitir es el acceso libre y el apoyo económico-social a gente que no respete ni las reglas, ni la cultura, ni las cosas, ni a las personas. Al igual que tienen los ingleses y estadounidenses la norma de “sin trabajo no se puede estar”, nosotros tendríamos la de “sin educación cívica no hay residencia”.