A la Sanidad le pedimos a menudo remedios similares a una píldora mágica, que nos permita seguir en la loca carrera en la que estamos, y aunque nuestro motor vaya gripado y pierda aceite, la prisa no nos deja parar, impidiendo así darnos cuenta de lo que hacemos mal y está en el origen de nuestras enfermedades.
El esfuerzo de los responsables del Sistema Sanitario ha facilitado las cosas, sí, pero homogeneizando pacientes y procesos, lo cual nos ha llevado a crecer en remedios y soluciones rápidas y estandarizadas, válidas para todos los casos por igual. Como en casi todo, hemos interiorizado que las soluciones a nuestros males nos las sirven desde fuera, desconectándonos de nuestra propia responsabilidad en la materia.
A los profesionales de la Sanidad, para colmo, se les divide cada día más, y sobrecarga con tareas administrativas. Hemos sido introducidos en una Medicina que, básicamente, iguala a sus pacientes, que los hace sujetos de terapias similares. Medicamentosas preferentemente, claro.
El individuo --paciente o profesional de los Servicios Sanitarios--, de manera sutil, ha sido, digamos que cosificado, y los profesionales han caído en manos de una superestructura informática --organizada por expertos, por supuesto-- de la que van desapareciendo las figuras, humanas, intermedias.
Es decir: lo humano sacrificado en aras de la “productividad”. Lo peor del caso es que el despertar de lo humano lo ven algunos, o se nos vende, como un logro del mecanicismo.