“Bihotza, lana eta bizitza zuen alde emanak”
EL 29 de noviembre de 1976 falleció en Arrasate don José María Arizmendiarrieta Madariaga a la edad de 61 años, tras 35 años de servicio pastoral en la parroquia de San Juan. En su sepultura reza el epitafio que encabeza este artículo y trata de recoger el sentido de su existencia: corazón, trabajo y vida entera sellados por la entrega.
Es evidente la afinidad entre su epitafio y la eucaristía que diariamente celebraba. En ella se hace memoria de la vida de Jesús entregada hasta el final, como se recuerda en el momento central de la celebración: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros. La acción pastoral de don José María no era sino un despliegue o un desdoblamiento de lo celebrado y vivido en la celebración sacramental, entendiendo cada jornada como práctica de servicio y disponibilidad. Creía de verdad en la fuerza transformadora del Evangelio y en lo mejor de cada persona. Supo contagiar ilusión. No se conformó con cumplir, sino que se atrevió a innovar. Se dedicó a querer a la gente, al pueblo y a la parroquia que se le había encomendado. Le fue y se le fue la vida en ello.
Murió recitando el Magnificat, himno que el evangelista Lucas pone en labios de María de Nazaret y ha servido de alabanza, consuelo y esperanza a tanta gente a ras de suelo y a pie de obra a lo largo de la historia. Tras haber iniciado e impulsado un proceso espectacular de cambio social, terminaba su recorrido en esta vida proclamando la grandeza del Dios que dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, colma de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos. Con su estilo de vida sobrio y austero había manifestado su apuesta por una Iglesia pobre para los pobres. Su participación en la obra social y cooperativa, de la que era el alma máter, la fue realizando sin voto ni estipendio, como le gustaba decir.
Su testimonio resulta especialmente elocuente hoy, cuando el intimismo espiritual que trata de buscar a Dios y descuida la práctica de la justicia y de la misericordia, constituye una seria tentación en el llamado mundo occidental. Sacrificar la vertiente horizontal de la experiencia religiosa, es decir, su opción por la fraternidad universal, y reducirla a su dimensión vertical de relación individual con Dios no concuerda para nada con lo más genuino del mensaje cristiano. Como recuerda el Papa Francisco, una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista- siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra (Exhortación Evangelii gaudium 183).
Entre los testimonios recogidos con motivo de la apertura del proceso de beatificación de don José María aparece uno que afirma que no era un contemplativo, pero era un gran santo. Cabe preguntarse si lo uno es posible sin lo otro. La acción social es para la persona creyente un lugar de contemplación de la obra del Espíritu a través del ser humano. Tanto la acción como la oración son, cada una con sus peculiares características y nunca separadas la una de la otra, lugar y ocasión de contemplación. Lo subraya asimismo el Papa, cuando dedica el capítulo más amplio del documento ya mencionado a la dimensión social de la evangelización, inseparable del anuncio del Evangelio. En definitiva, si don José María fue considerado santo, se debió precisamente al hecho de que fue contemplativo. No es casual que buena parte de su ministerio lo dedicara a la Acción Católica, movimiento que promueve la espiritualidad y la contemplación de la presencia y de las llamadas de Dios en el compromiso diario, personal y social.
Hablando de santidad, puede parecer un santo atípico, pero quizá por ello más necesario en la actualidad. Existen abundantes modelos en el ámbito de la enseñanza, de la marginación, de la salud, de la creación de corrientes de espiritualidad, aparte de testimonios de martirio. En el caso presente se trata de un ejemplo de aplicación audaz de la Doctrina Social de la Iglesia, a la que a veces se pone el reparo de mantener principios morales de difícil o casi imposible aplicación práctica. Todo ello lleva a pensar que se está ante un santo para el siglo XXI, en palabras de José Ignacio Tellechea Idígoras, profesor de Historia de la Iglesia fallecido hace unos años.
Con todo, don José María no fue una rara avis. Se inscribe en una nada desdeñable lista de curas y de órdenes religiosas que, tras una formación centrada básicamente en humanidades, han contribuido decisivamente al cambio del clima social dominante en su tiempo y han incidido incluso en la configuración del paisaje de comarcas enteras. En el caso de Bizkaia, puede uno darse una vuelta por Somorrostro, Arratia, Lea-Artibai, el Duranguesado, Otxarkoaga o ’, para preguntar y comprobar que ha habido un antes y un después del paso de determinados pastores con olor a oveja, con visión y talante proféticos.